Capítulo 4: La Cita

La tarjeta color lavanda reposaba en mi mesita de noche, una prueba tangible de que no había perdido la cabeza. Aún así, mi mente era un torbellino incontrolable. La invitación era real, la cita era mañana, y la ansiedad, esa vieja compañera, amenazaba con devorarme por completo. Sabía que si no tomaba medidas, me pasaría la noche en vela, construyendo y destruyendo mil escenarios posibles en mi cabeza.

Como buena psicóloga, siempre tenía un plan de contingencia para mis propias crisis. Abrí el cajón y saqué el pequeño frasco de pastillas SOS que mi antiguo supervisor me había recomendado tener a mano "por si acaso". Esa noche era, definitivamente, un "por si acaso". Me tomé una con un vaso de agua, no sin antes poner la alarma a las nueve de la mañana. Mañana tenía que ser mi mejor versión. No podía permitirme volver a hacer el ridículo. "Esta vez no", me prometí a mí misma mientras sentía que el medicamento empezaba a relajar mis músculos y a silenciar el ruido de mis pensamientos. Poco a poco, la tensión abandonó mi cuerpo y caí en un sueño profundo y sin interrupciones.

Desperté sintiéndome sorprendentemente descansada. El sol de la mañana se filtraba por la persiana, llenando mi habitación de una luz suave y esperanzadora. Hoy era el día. Un salto fuera de la cama y me dirigí directamente al armario. ¿Qué se pone una para una cita en uno de los restaurantes más caros de Madrid con un hombre que es un completo misterio? Descarté opción tras opción hasta que mis ojos se posaron en una funda de tela guardada al fondo. Dentro estaba mi armadura, mi amuleto de la suerte: el traje con el que me gradué de la universidad.

Era un traje rojo, de un tejido que se ceñía al cuerpo, con un pantalón de corte recto y una chaqueta entallada. Representaba la culminación de años de esfuerzo, la promesa de un futuro que aún no había llegado. Hacía años que no me lo ponía. Contuve la respiración mientras me lo probaba y, para mi alivio, me quedaba como un guante. Qué bueno que aún estoy en forma para ocuparlo, pensé con una sonrisa de satisfacción frente al espejo. El rojo vibrante me daba un aire de confianza y poder que necesitaba desesperadamente.

El resto de la preparación fue un ritual meticuloso. Desayuné algo liviano —un yogur y una pieza de fruta— para evitar que los nervios me jugaran una mala pasada. Luego, me senté frente al tocador y desplegué mi arsenal de maquillaje, el que reservaba para las ocasiones más especiales. Dediqué tiempo a cada detalle: una base impecable, un delineado que rasgaba mis ojos para darles un toque felino y un labial rojo a juego con el traje. Para rematar, usé mi perfume más intenso, una fragancia dulce y especiada que siempre me hacía sentir segura.

Cuando miré el reloj, ya marcaban las doce del mediodía. Estaba lista. Demasiado pronto, quizás. Una parte de mí quería que ya fueran las dos de la tarde para acabar con la incertidumbre, pero otra parte anhelaba tener más tiempo, horas enteras para prepararme mentalmente. ¿Cuáles serían las verdaderas intenciones de Marcos? ¿Era solo curiosidad? ¿O había algo más detrás de esa fachada de lujo y misterio?

En fin, no ganaba nada dándole más vueltas. Tomé mi bolso, respiré hondo y llamé a un VTC. Más vale llegar antes que atrasada.

El trayecto fue un borrón. A las 13:40, el coche se detuvo frente a una fachada discreta y elegante. Restaurante Santceloni. El corazón me dio un vuelco. Entré y el mundo exterior desapareció. Me recibió un vestíbulo suntuoso, silencioso, donde el aire olía a dinero y buena comida.

—Buenas tardes, ¿tenía reserva? —preguntó una mujer impecablemente vestida desde la recepción.

—Sí, a nombre de Marcos Cea. Soy Antonella Ruiz.

—Un momento, por favor. —Tecleó algo en su ordenador—. ¿Sería tan amable de mostrarme su cédula de identificación?

La petición me sorprendió, pero le entregué mi documento sin dudar. La seguridad en un lugar como este debía ser estricta. La mujer lo verificó y me dedicó una sonrisa profesional.

—Perfecto, señorita Ruiz. Mesa veintitrés. Acompáñeme, por favor.

Me sentí como si estuviera en una película mientras la seguía por pasillos decorados con un gusto exquisito, casi barroco. El ambiente era íntimo, las mesas estaban separadas por una distancia generosa y los comensales hablaban en susurros. Finalmente, llegamos a una mesa para dos, perfectamente dispuesta en un rincón discreto.

—Aquí tiene la carta. Quedo atento a cualquier cosa que desee —dijo un camarero que apareció de la nada, antes de retirarse con una leve inclinación.

Abrí la carta y casi se me cae de las manos. Parecía un libro antiguo, encuadernado en cuero, con páginas y páginas de platos, cócteles y postres de los cuales conocía menos de la mitad. Foie gras, magret de pato, esferificaciones... Eran términos que solo había leído en revistas. Saqué el móvil disimuladamente y, bajo la mesa, empecé a buscar en internet algunos de los nombres más extraños. No podía quedar como una ignorante.

El reloj de mi móvil marcó las 14:00. Marcos aún no había llegado. Los minutos empezaron a pasar con una lentitud exasperante. 14:05. 14:10. Cada minuto que pasaba, me sentía más observada, más fuera de lugar. Estaba sola, con mi traje rojo, en un mar de gente adinerada que claramente pertenecía a ese mundo. La confianza que había construido durante toda la mañana comenzaba a desmoronarse.

A las 14:15, la angustia era casi insoportable. ¿Y si no venía? ¿Y si todo había sido una broma cruel? Estaba a punto de levantarme y huir de allí cuando lo vi. En la entrada del salón, alto, imponente, siendo escoltado por la recepcionista. Llevaba un traje azul marino que le sentaba a la perfección y una camisa blanca sin corbata. Su pelo negro estaba peinado hacia atrás, y su rostro, ese rostro de ángulos perfectos, mostraba una expresión serena.

Caminó hacia la mesa con paso seguro. Me puse de pie, con el corazón latiéndome en la garganta. Se detuvo frente a mí, y sus ojos verdes me escanearon de arriba abajo, deteniéndose en mi traje rojo. Una sonrisa enigmática se dibujó en sus labios.

—Hola, Antonella —dijo, su voz grave llenando el silencio entre nosotros—. Pensé que no vendrías.

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