Aquella noche, el sueño se convirtió en un lujo que no pude permitirme. Mi pequeño apartamento en Vallecas, normalmente mi santuario, se había transformado en una celda de tortura para mis pensamientos. Daba vueltas en la cama, el colchón protestando con cada giro, mientras la conversación con Marcos Cea se repetía en mi mente como un disco rayado.
"¿Quién eres tú, Antonella?".
Cada vez que recordaba la pregunta, sentía una oleada de calor en las mejillas. ¡Y mi respuesta! "Soy psicóloga, con un máster...". Tartamudeé como una colegiala, revelando mi mayor inseguridad en bandeja de plata. Me sentía tan tonta. En la oscuridad de mi habitación, mi cerebro, ahora a pleno rendimiento, ideaba respuestas mucho mejores. Podría haberle dicho algo ingenioso, algo misterioso, algo que lo dejara con la intriga. Pero no, tuve que soltarle mi currículum frustrado.
Y luego, su frase final: "Me encantaría conocerla". ¿A qué se refería exactamente? ¿Era una simple cortesía, una frase hecha que se dice sin pensar? ¿O había algo más? ¿Una promesa velada, una puerta entreabierta? Esa pregunta era el centro del laberinto en el que mi mente no dejaba de perderse. La esperanza era una llama diminuta y parpadeante, y yo temía que el más mínimo soplo de realidad la apagara para siempre.
Al día siguiente, miércoles, llegué a la oficina de ExpressGo con una ansiedad que no sentía desde mis exámenes finales en la universidad. El café me temblaba en la mano mientras esperaba que se publicaran las rutas de reparto del día. Mis ojos escaneaban la pantalla digital con una velocidad febril, buscando una combinación de palabras: "Cea", "Torre Platinum", "Piso 31". Pero no estaban. Mi ruta me enviaba al otro extremo de la ciudad, a polígonos industriales y barrios obreros. La decepción fue tan aguda que sentí una punzada física en el pecho.
—¿Te encuentras bien, Anto? —preguntó Marina, dándome un codazo amistoso—. Parece que has visto un fantasma.
—Solo cansancio —mentí, forzando una sonrisa que no llegó a mis ojos.
El jueves fue una repetición de la misma agonía. De nuevo, la expectación nerviosa. De nuevo, la pantalla con la lista de entregas. Y de nuevo, la ausencia de su nombre. La pequeña llama de esperanza comenzó a vacilar peligrosamente. Empecé a sentirme ingenua, una tonta por haberle dado tantas vueltas. Quizás solo estaba bromeando. Un hombre como él, que vivía en ese palacio de cristal, seguramente se divertía a costa de la gente normal como yo. ¿Una repartidora con máster? Debió parecerle un chiste exótico. La idea me llenó de una amargura que no había sentido en mucho tiempo.
Esa noche, mi curiosidad pudo más que mi orgullo herido. Me senté en el sofá con mi portátil y abrí el buscador. "Marcos Cea". Enter. Los resultados fueron una maraña de perfiles irrelevantes: un contable en Sevilla, un estudiante en Barcelona, un jubilado en Galicia. Ninguno de ellos podía ser el hombre de los ojos verdes. Probé en todas las redes sociales: I*******m, LinkedIn, F******k. Nada. Era como si no existiera en el mundo digital. Su nombre, que había estado punzando en mi mente como una aguja, ahora parecía un alias, una identidad falsa para un hombre que no quería ser encontrado. La idea me dio un escalofrío. ¿Quién era realmente?
El viernes llegó, y con él, la resignación. Ya no esperaba nada. Cuando revisé la lista de entregas y, como era de esperar, no vi su nombre, solo sentí un vacío sordo. Se acabó. Habían sido dos días extraños, un pequeño desvío en mi rutina, pero era hora de volver a la realidad. A mi vida de repartidora, a mis sueños aparcados en un cajón, a la normalidad gris de siempre. Durante todo el día, me concentré en mi trabajo con una determinación casi feroz, intentando no pensar, no recordar, no sentir.
Volví a casa arrastrando los pies, el peso del día y de la decepción acumulada sobre mis hombros. La jornada había terminado, y con ella, cualquier fantasía absurda. Abrí el buzón con un gesto mecánico, esperando encontrar las facturas de siempre y algún folleto de publicidad.
Pero allí, entre el correo basura, había algo más.
Un sobre. Un llamativo sobre de color lavanda, hecho de un papel grueso y texturizado que se sentía caro al tacto. No tenía sello ni dirección, solo mi nombre escrito en el centro con una caligrafía elegante y fluida: "Para Antonella".
Mi corazón se detuvo. Con los dedos temblando, lo saqué del buzón. Era real. Lo abrí con un cuidado reverencial, rasgando el papel con lentitud. Dentro, una única tarjeta, del mismo color y calidad, con un texto impreso en tinta negra.
Señorita Ruiz,
Espero que esta nota la encuentre bien. Me gustaría invitarla a almorzar mañana, sábado, a las 14:00 horas. Restaurante Santceloni. He hecho una reserva a mi nombre. Sería un verdadero placer continuar nuestra conversación.
Atentamente, Marcos Cea.
Leí la nota una, dos, tres veces. No podía ser. Era imposible. Miré a mi alrededor, como si esperara encontrar cámaras ocultas. Pero solo estaba el pasillo silencioso de mi edificio. Mañana era sábado. Mi único día libre. Y Marcos Cea, el hombre misterioso del piso treinta y uno, el hombre que no existía en internet, me estaba invitando a almorzar en uno de los restaurantes más lujosos y exclusivos de todo Madrid.
La resignación se hizo añicos. El miedo y la emoción, que habían luchado en mi interior, ahora explotaban como fuegos artificiales. Sostuve la tarjeta con ambas manos, sintiendo cómo mi mundo, mi predecible y monótono mundo, se inclinaba sobre su eje, a punto de cambiar para siempre.