Capítulo 2: La segunda entrega

El universo debe tener un sentido del humor bastante retorcido. No había otra explicación para que, por segundo día consecutivo, el nombre de Marcos Cea estuviera en mi lista de entregas. Mientras conducía la furgoneta de ExpressGo hacia el barrio de Salamanca, mi pulso era un tambor desbocado contra mis costillas. Ayer había sido una sorpresa, un shock para mi sistema. Hoy era una prueba de fuego para mi autocontrol.

Esa mañana, frente al espejo de mi pequeño baño en Vallecas, había dudado más de lo normal. ¿Por qué me estaba aplicando una segunda capa de máscara de pestañas? ¿Y por qué, en lugar de mi habitual coleta desordenada, me había esforzado en hacer un moño que dejara mi cuello al descubierto? Me dije a mí misma que era por profesionalismo, por dar una buena imagen de la empresa. Una mentira tan grande que ni yo misma me la creía. La verdad, incómoda y electrizante, era que quería que Marcos Cea me viera diferente. Quería que viera más allá del uniforme azul.

El trayecto se me hizo eterno. Cada semáforo en rojo era una oportunidad para que mi mente traicionera reprodujera en bucle el encuentro del día anterior: sus ojos verdes, su voz grave, la forma en que su sonrisa había desmantelado todas mis defensas. Me sentía ridícula. Era una repartidora entregando un paquete a un cliente rico. Nada más. Las posibilidades de que aquello significara algo eran nulas, una fantasía absurda para escapar de mi monótona realidad. Y sin embargo, una pequeña y terca chispa de esperanza se negaba a extinguirse en mi interior.

Al llegar a la Torre Platinum, todo fue distinto. El conserje, el mismo hombre de traje impecable que ayer me había mirado con desdén, me reconoció al instante. Una leve inclinación de cabeza y una sonrisa casi imperceptible bastaron.

—Adelante, señorita Ruiz. El señor Cea la espera.

¿La espera? La frase resonó en mi cabeza mientras caminaba hacia los ascensores. No dijo "espera una entrega", dijo "la espera". La diferencia era sutil, pero para mi cerebro de psicóloga, entrenado para analizar cada matiz del lenguaje, fue como una explosión. La ansiedad se apoderó de mí con una fuerza renovada.

Dentro del ascensor, con mi reflejo multiplicado en las paredes de espejo, miré el paquete que sostenía en mis manos. Era idéntico al de ayer: pequeño, ligero, envuelto en el mismo cartón genérico. ¿Qué podía haber dentro? ¿Documentos? ¿Una joya? ¿Por qué alguien recibiría dos paquetes idénticos en días consecutivos con un servicio de entrega personal tan estricto? Cada piso que subía era un grado más de tensión en mi cuerpo. Al llegar al treinta y uno, el silencio opulento del pasillo me recibió como a una vieja conocida.

Me paré frente a la puerta número dos. Respiré hondo una, dos, tres veces, intentando calmar el galope de mi corazón. Levanté la mano y toqué el timbre.

No tuve que esperar.

La puerta se abrió en menos de diez segundos. Y allí estaba él. Si ayer me había parecido un dios griego, hoy había ascendido a una categoría celestial superior. Llevaba una camisa blanca de lino, perfectamente planchada y arremangada hasta los codos, revelando unos antebrazos fuertes y bronceados. Unos pantalones de tela gris caían con una elegancia natural. Y luego estaba el aroma. Un perfume caro, amaderado y con un toque cítrico, que me envolvió al instante, nublando mis sentidos.

Él sonrió al verme, una sonrisa genuina y amplia que iluminó su rostro.

—¡Antonella! —dijo, y escuchar mi nombre en sus labios fue una descarga eléctrica—. Mira qué sorpresa, otra vez por acá.

Mi plan de mantenerme fría y profesional se desvaneció como el humo.

—Así es, señor Cea —logré decir, mi voz un poco más aguda de lo normal—. Aquí estoy, cumpliendo con mi labor nada más. Tenga su paquete.

Le extendí la pequeña caja. Sus dedos rozaron los míos al tomarla, un contacto fugaz que me quemó la piel.

—Oh, ya veo. Muchas gracias —respondió, dejando el paquete en una consola cercana sin apenas mirarlo. Su atención estaba fija en mí.

Saqué el dispositivo electrónico, mi ancla a la realidad, a mi trabajo.

—Ahora, ¿me puede firmar el recibo, caballero?

—No hay problema —dijo, acercándose un paso más. El perfume se hizo más intenso—. Pero antes, quisiera saber algo.

Me quedé inmóvil, atrapada por su cercanía y la intensidad de su mirada.

—Claro, ¿qué sería? —pregunté, sintiendo que el aire se volvía más denso.

Se inclinó ligeramente, como si fuera a contarme un secreto.

—¿Quién eres tú, Antonella? —Su voz era un susurro grave y aterciopelado—. Digo, no tienes pinta de ser alguien que tenga que ver con este trabajo. Tienes pinta de mucho más.

Me quedé helada. Fue como si hubiera metido la mano en mi pecho y hubiera sacado a la luz todos mis anhelos y frustraciones. Me sentí completamente expuesta, leída de una forma que nadie había conseguido antes. El uniforme, la furgoneta, la crisis laboral... todo eso era una fachada, y él la había derribado con una simple pregunta.

Mis labios temblaron.

—Eh... bueno, yo... soy psicóloga —confesé, las palabras saliendo atropelladamente—. Con un máster en psicología clínica.

Una chispa de triunfo brilló en sus ojos verdes. Se enderezó, y la sonrisa volvió a sus labios, esta vez cargada de entendimiento.

—Ah, con razón. Ahora todo cuadra —murmuró, como si acabara de resolver un complejo acertijo—. Qué interesante... Me encantaría conocerla.

Tomó el dispositivo de mi mano temblorosa, firmó con la misma elegancia del día anterior y me lo devolvió.

—Bueno, aquí tiene su recibo. Ha sido un placer, nuevamente, señorita Antonella.

Mi cerebro era un caos. "Me encantaría conocerla". La frase rebotaba contra las paredes de mi cráneo, ahogando cualquier otra idea.

—A-adiós —fue lo único que pude balbucear.

Marcos me dedicó una última mirada, una que prometía capítulos aún no escritos, y cerró la puerta con la misma suavidad.

Me quedé allí, en el pasillo silencioso, más aturdida que el día anterior. Esto ya no era una coincidencia. Él lo sabía. Él había hecho esa pregunta para confirmar algo. Y esa frase... esa frase era una invitación, una puerta que se abría a un mundo del que yo no sabía absolutamente nada. Mi vida, hasta ahora predecible y segura dentro de su frustración, acababa de dar un vuelco hacia lo desconocido. Y por primera vez en mucho tiempo, el miedo y la emoción luchaban en mi interior con la misma intensidad.

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