El abrazo con Aren parecía interminable. Sareth había olvidado por completo el cansancio, las heridas y la tensión que arrastraba desde que había caído al río. Encontrarse con él, sentir esa calidez familiar, la hacía sonreír como hacía mucho no lo hacía. Aren olía a bosque, a manada, a hogar. Su risa grave resonaba en su oído, fuerte y sincera, como si esa simple vibración pudiera borrar todo el dolor de los últimos días.
Pero ese momento de reencuentro no pasó desapercibido.
Un crujido en la maleza llamó la atención de todos. Los lobos se tensaron de inmediato, instintivamente listos para luchar, las orejas erguidas y los músculos tensos como cuerdas a punto de romperse. El beta de cabello cobrizo dio un paso adelante, todavía con los ojos clavados en Maia, como si nada más existiera en el mundo salvo ella.
Sareth, al percibir ese cambio en el ambiente, se giró, y fue entonces cuando lo vio.
Kael.
Su mandíbula se tensó de inmediato. La ira lo recorrió como un rayo, una rabia tan int