Una Larga Noche.

La comida frente a Isela se enfriaba sin que ella la tocara. El mantel negro parecía absorber la luz, las copas brillaban con reflejos rojizos, como si el vino fuese sangre atrapada en cristal. Damian no había movido su plato tampoco. La mesa era solo un escenario para algo mucho más intenso.

El reloj marcaba las 23:37. Afuera debía de haber tráfico, murmullos, vida. Allí dentro no había nada salvo ellos dos y esa tensión que la mantenía con el pulso acelerado.

Damian no dejaba de observarla. No era una mirada abierta ni descarada; era una observación lenta, meticulosa, como quien lee un texto cifrado. Su mano seguía a medio camino sobre la mesa, como una invitación silenciosa.

—Come algo —dijo al fin, con voz grave—. No quiero que te desmayes.

Isela obedeció. No porque tuviera hambre, sino porque necesitaba hacer algo con las manos. Cada vez que respiraba, el aire olía a madera vieja y especias, y a él, su colonia discreta pero persistente.

—No entiendo nada —murmuró ella—. Ni este s
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