Cayden.
El aire afuera era frío y húmedo cuando salieron del taller. El asfalto reflejaba la luz de los postes como espejos rotos. El sonido de sirenas lejanas vibraba entre los edificios, acercándose. Damian iba al frente, la pistola todavía en la mano. Leo cargaba la mochila con el cuaderno y el dispositivo, la mirada clavada en el suelo. Isela se sentía como si todavía tuviera la luz azul pegada a los ojos.
Selena se había quedado atrás, inconsciente, atada con los cables del almacén. Había sido la única forma de escapar antes de que llegaran los refuerzos.
—No me gusta dejarla —dijo Leo de pronto, la voz ronca.
—No tenemos opción —respondió Damian, sin mirarlo.
Isela caminaba detrás de ellos, tratando de recuperar la respiración. Todo era demasiado: el cuaderno, las imágenes.
—Lo vi —susurró de pronto.
Damian se detuvo y la miró.
— ¿Qué viste?
—Cayden —respondió Isela, y su voz tembló—. Nuestro hermano mayor. En un laboratorio. No lo veo desde hace años.
Leo alzó la cabeza.
— ¿Estás segura