17. Cicatrices
Hay heridas que no cierran nunca.
Solo aprenden a hablar bajo de otra forma.
La mía aprendió a decir su nombre: Mile.
La vi cruzar el pasillo esa mañana, con su carpeta azul apretada contra el pecho, el cabello recogido en un moño que dejaba libres un par de mechones rebeldes. Caminaba con la determinación de quien decide no dejar que el miedo la arrastre. Tenía ese gesto que combina cansancio y fuerza, una mezcla que desarma.
Cuando me entregó los reportes del rodaje, quise agradecerle, decirle algo que no sonara como rutina. Pero lo que salió fue un suspiro torpe, un ruido pequeño, casi una disculpa.
Ella sonrió, apenas.
—Estoy en esto también —dijo.
Esa frase me siguió todo el día.
Como una melodía que no sabés de dónde viene, pero sabés que te pertenece.
Volví a mi oficina y abrí los documentos. Los papeles aún olían a tinta reciente, a madrugadas sin dormir. Entre ellos, un recibo antiguo con la firma duplicada. Mile lo había notado, lo sentí por cómo el margen estaba marcado por