16. Lo que callan los edificios
La ciudad amaneció envuelta en una neblina fina, de esas que difuminan los bordes del mundo hasta que todo parece recién inventado. Las farolas titilaban como si dudaran de su propio brillo, y los autos se deslizaban lentos, con el sonido amortiguado por el aire húmedo.
En la agencia, todos hablaban más bajo que de costumbre. El apagón de la noche anterior había dejado una sombra suspendida sobre los escritorios, una sensación eléctrica que todavía vibraba en los pasillos. Los monitores parpadeaban sin ritmo, los teclados sonaban como respiraciones contenidas. Nadie se atrevia a mencionar nada sobre lo ocurrido, pero la tensión se pegaba al ambiente como el olor del café recalentado.
Cada grupo tenía su propia versión: un fallo técnico, sabotaje, coincidencia. Pero nadie decía mi nombre, aunque las miradas se encargaban de pronunciarlo cada vez que cruzaba el área de diseño. Aprendí a fingir calma: la espalda recta, los pasos firmes, los ojos ocupados. Era un idioma que la ciudad me h