El apartamento de Senay estaba en ruinas, y Horus estaba paralizado frente a la puerta cerrada, su puño aún dolía por el golpe a Ahmed. El cuerpo inerte de su hermano yacía en el suelo.
—¡Senay! ¡Soy yo, Horus! ¡Ábreme, por favor! —gritó Horus, su voz un ruego desesperado que no conocía.
No hubo respuesta. El silencio era peor que cualquier grito. Horus sintió un pánico helado. Temió que Senay estuviera herida o que el shock la hubiera paralizado por completo.
—Estoy aquí. Ahmed no puede hacerte daño. Él está inconsciente, Senay. No se puede mover. Tienes que abrir la puerta. Todo está bien. Estás a salvo.
Horus se inclinó, buscando la perilla de la puerta. Estaba golpeada, pero parecía resistir.
Justo cuando iba a forzarla de nuevo, un pequeño sonido metálico, casi inaudible, se escuchó desde el interior: el clic del seguro. Senay había abierto.
Horus empujó la puerta con cuidado. La abrió lentamente, listo para enfrentar lo peor.
Senay estaba allí, sentada en el suelo, recargada con