La noche cayó sobre Theros como una manta pesada, silenciosa y densa. Las sombras se extendían por los pasillos como dedos alargados que susurraban secretos a cada rincón del castillo. Violeta caminaba descalza por la galería del ala este, su capa de terciopelo oscuro apenas amortiguaba el frío de los suelos de mármol. Nadie debía verla esa noche. Nadie debía saber hacia dónde se dirigía.
El corazón le palpitaba con un ritmo que no era del todo temor ni del todo deseo, sino una mezcla contradictoria de ambos. Tras la conversación con la reina madre y el aviso de Lysander sobre los archivos familiares, había sentido la necesidad urgente de un refugio. De un ancla. De Leonard.
Frente a la puerta de su aposento, se detuvo. Detrás, la luz apenas encendida dibujaba siluetas cálidas en la alfombra. Dudó. Pero solo un segundo. Tocó suavemente.
—¿Violeta? —la voz de Leonard era baja, como si la hubiera esperado.
Ella abrió y se deslizó dentro con una gracia silenciosa. Él estaba de pie junto