El castillo de Theros amanecía bajo un cielo grisáceo, cubierto por nubes pesadas y bajas que parecían posarse sobre las torres como si quisieran arrastrarlas hacia el suelo. El aire era húmedo y frío, presagio de una tormenta o quizá de algo más oscuro que aún no tenía nombre. La bruma se deslizaba por los jardines como una criatura que susurraba secretos, ocultando estatuas y senderos bajo su velo silencioso.
Dentro de los muros dorados, donde los tapices bordados con hilos de plata colgaban pesadamente de las paredes, el príncipe Leonard caminaba con paso firme pero distraído. Su porte seguía siendo regio, la cabeza erguida como correspondía al heredero de la corona, la espalda recta como una lanza. Sin embargo, sus ojos, tan acostumbrados a observar con frialdad, estaban hoy turbios de una inquietud que no sabía nombrar.
Había algo fuera de lugar. Algo que se deslizaba como una grieta apenas perceptible en la armonía que él tan cuidadosamente mantenía.
Desde la velada de compromis