El salón seguía iluminado por miles de candelabros que parecían no apagarse nunca. La música, cada vez más intensa, arrastraba a los invitados a permanecer de pie, entre risas, pasos de danza y copas que tintineaban sin cesar. Emma, aún recostada en su asiento, mantenía los labios apretados y los ojos atentos a cada movimiento de Leonard, como si todo su cuerpo se negara a aceptar lo que estaba viendo.
Victoria, en cambio, se deslizaba con gracia entre los grupos de invitados, asegurándose de que nadie notara su verdadera intención: mantener viva la ilusión, convertir aquella velada en algo tan perfecto que incluso Leonard se viera obligado a reconocerlo. Su sonrisa era impecable, su tono siempre medido, y sus gestos parecían propios de alguien que había nacido para brillar en esas reuniones.
Cuando los músicos hicieron una pausa y los sirvientes comenzaron a entrar con bandejas de plata reluciente, un murmullo de expectación recorrió la sala. No eran simples pasabocas los que ofrecía