Devon no volvió a ver a Alina tras el incidente.
No lo soportaba.
No la mirada que ella le había dedicado justo después de que la soltó. Una mezcla de humillación y desafío, como si aún se negara a rendirse, incluso cuando él la había tratado peor que a un enemigo.
Por eso, en silencio, dio órdenes.
Mandó llevar ungüentos para las heridas de su cuello y muñecas. Nada que pudiera dejar marcas permanentes. No lo hacía por compasión. Eso se repetía a sí mismo. Era una forma de limpiar su conciencia, al menos lo justo para seguir respirando sin que el peso del desprecio se le clavara en el pecho.
Y luego ordenó que la reubicaran.
La vieja residencia en ruinas donde había estado viviendo Alina desde su llegada ya no era suficiente. Era inhumana. En su lugar, dispuso una casa más cercana al corazón de la manada, con suministro regular de comida, ropa limpia y vigilancia más sutil. No podía permitirse otro incidente… pero tampoco quería seguir con la humillación.
Aunque se lo negara, algo se había movido dentro de él.
Alina no era como había esperado. Ni una espía débil, ni una muñeca manipulable, ni una niña arrogante enviada a cumplir una misión imposible. Era valiente. Bella, sí, pero no por sus rasgos, sino por la firmeza con la que hablaba, la dignidad con la que se mantenía en pie aunque todo estuviera en su contra. Calmada, incluso cuando él la había casi estrangulado. Inteligente.
Más inteligente de lo que él quería admitir.
Pero no había tiempo para divagar. La situación en Darkfang, la manada enemiga que había conquistado hacía semanas, se estaba deteriorando.
—Están reacios a cooperar, señor —le informó uno de sus comandantes—. Aún tienen miedo.
—¿Miedo de qué?
—De usted.
Devon entrecerró los ojos.
—¿Porque eliminé al Alfa traidor?
—No, señor. Porque lo torturó durante días antes de matarlo. Y porque quemó sus casas.
Devon se recostó contra el respaldo de su silla. El silencio se volvió pesado.
—Fue un mensaje —dijo simplemente—. Un aviso para los que quieran seguir desafiando a Blacknight.
—Lo entiendo, mi señor —respondió el comandante—, pero ahora los trabajadores de Darkfang no quieren reparar los puentes ni las instalaciones. Incluso se niegan a tocar las líneas de energía dañadas. Temen que cualquier error se castigue con sangre. Y…
—¿Y?
—Circulan rumores de sublevación. Algunos líderes menores están reuniéndose en secreto.
Devon apretó los puños. Dolía. No el hecho de que lo odiaran. Ya estaba acostumbrado. Dolía el hecho de que su victoria se desmoronara por culpa del miedo de la gente.
Y en medio de ese pensamiento, llegó una visita inesperada.
—¿Me permite? —La voz era femenina, firme y clara.
Devon levantó la vista de los informes.
La sirvienta de Alina. La que siempre permanecía en silencio a su lado. Pero ahora, venía sola. Y con algo más que preocupación en los ojos.
—Mi señor —dijo con una leve inclinación—. La princesa desea hablar con usted, pero me ha enviado primero para no causarle desagrado.
Devon alzó una ceja.
—Habla.
—Mi señora se enteró de la situación en Darkfang. Y tiene una propuesta. Devon la miró con desdén.
—¿Otra carta?
La muchacha no se inmutó.
—Una alianza. Real. Un matrimonio que una a las manadas.
Devon se quedó quieto. Tan rígido como una estatua.
—¿Qué dijiste?
—Si usted y la princesa Alina se casan cumpliendo el pacto —continuó la sirvienta—, el hielo entre ambas manadas se romperá. No solo será una unión simbólica, será una muestra de que usted no es un tirano. De que puede dejar atrás el odio y pensar en el pueblo. Todos sabrán que eligió el camino más difícil: perdonar. Y eso repercutirá positivamente en Darkfang también.
Devon se levantó lentamente. Se acercó a la muchacha. La miró con intensidad. —¿Y tú crees que eso borrará lo que pasó hace quince años?
—No, mi señor. Pero quizás, por primera vez, construya algo diferente sobre lo que aún queda en pie.
Devon pasó el resto de la noche en su despacho.
La propuesta lo quemaba por dentro. Parte de él deseaba rechazarla sin más. Por orgullo. Por rabia. Por el recuerdo de su padre sangrando ante él. De su abuelo degollado por los enemigos. De su hermana pequeña, sin poder siquiera gritar antes de morir.
Pero otra parte… otra parte veía a Alina de pie, con el cuello marcado por sus propios
dedos, sin llorar. Mirándolo como si supiera que él aún podía cambiar.
*¿Qué demonios estás haciendo conmigo?* pensó, con el corazón latiéndole en la garganta.
Alina, mientras tanto, acomodaba sus cosas en la nueva residencia.
Mucho más cálida, con cortinas limpias, cama cómoda y un ventanal desde donde se veía el cielo. El jardín tenía lavandas. Por primera vez desde su llegada, había silencio.
La sirvienta entró y le dijo:
—Le he llevado el mensaje.
—¿Y?
—No dijo nada. Pero no me mató al menos.
Alina sonrió con cansancio.
—Entonces hay esperanza.
La muchacha la miró con preocupación.
—¿Está segura de esto, princesa?
Alina se miró las muñecas vendadas. Luego alzó la mirada con resolución.
—No vine a este lugar para volver corriendo a casa. Vine a terminar lo que nuestros ancestros empezaron. Solo que no con guerra… sino con algo mejor.
Se sentó, cruzó las piernas y murmuró:
—Lo haré elegir. Entre el odio… o yo.