El amanecer teñía los jardines con tonos dorados y rosados. Las flores aún estaban perladas de rocío y el aire era fresco, casi cortante. Alina había despertado temprano, incapaz de volver a conciliar el sueño después de todo lo sucedido el día anterior. Necesitaba aire, un momento de calma. Se envolvió en un chal y salió al jardín, siguiendo el sendero de piedra que conducía al viejo rosal.

No esperaba encontrar a Joseph allí.

Él estaba de pie junto a la fuente, con los brazos cruzados, el cabello algo despeinado y una mirada que oscilaba entre la sorpresa y el reproche.

—Alina —murmuró, como si su nombre aún le quemara los labios.

Alina se detuvo a unos pasos, indecisa.

—No deberías estar aquí, Joseph. Sigues… bajo vigilancia.

Él soltó una risa seca.

—Vigilancia. Ya veo que ahora hablas como ellos. Como si fueras una de ellos.

—No digas eso —respondió, herida—. No sabes lo que dices.

Joseph avanzó, su expresión endurecida.

—¿Qué se supone que piense? Te veo con él… con Devon. Y