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Capítulo 14. Cicatrices y confesiones

El vapor flotaba en el ambiente, envolviendo todo en una bruma espesa y silenciosa. Alina se quedó quieta, sin saber si debía hablar o simplemente desaparecer. Devon la miraba, sus músculos tensos, la toalla aún en su mano, la expresión entre perpleja y contenida. Ambos parecían atrapados en un momento que ninguno esperaba.

Por un instante eterno, no se movieron. Solo se escuchaba el suave burbujeo del agua en la bañera, y la respiración de ambos, densa, cargada.

Finalmente, Devon se ató la toalla que había envuelto alrededor de la cintura, con movimientos lentos y controlados, como si intentara dominar una emoción que amenazaba con desbordarse. Luego, la miró con frialdad.

—¿Qué haces aquí?

Alina parpadeó, sorprendida por el tono.

—Esto… esto es lo que una esposa debe hacer —respondió, con voz serena—. Servir a su esposo.

Devon desvió la mirada, apretando la mandíbula. No esperaba esa respuesta.

Ella bajó la vista, pero antes de girarse hacia la puerta, su mirada se detuvo un segundo en su espalda desnuda, en las cicatrices que surcaban su piel como viejas raíces. Heridas de guerra. De traición. De pérdida.

—Estás herido —susurró, sin pensar.

Devon se giró hacia ella, sus ojos como cuchillas.

—Comparado con el daño que me ha causado tu familia, esto no es nada.

El golpe fue seco, directo. Y no físico. Pero dolió igual.

Alina tragó saliva. No respondió. No sabía cómo hacerlo. Solo dio un paso atrás y colocó con cuidado la ropa limpia sobre un banco cercano, dispuesta a marcharse. Quería dejarlo a solas con su rabia, con sus cicatrices. Con todo lo que ella no podía reparar.

Pero cuando giró hacia la puerta, Devon la interceptó con rapidez. Su cuerpo bloqueó el paso, y en un segundo, la empujó con fuerza controlada contra la pared. No fue violento, pero sí intenso. El aliento cálido de él acarició su rostro, y su cercanía la envolvió como una tormenta.

La miró fijamente. Su figura, su rostro, sus labios entreabiertos por el susto. Su piel suave que temblaba ligeramente. Sus ojos aún húmedos por la sorpresa.

Y entonces, le susurró al oído, con un tono cruel que no coincidía con el deseo que ardía en su mirada:

—Este es el matrimonio que rogaste, ¿te gusta?

Alina sintió que el corazón se le partía.

No era solo el desprecio en sus palabras, sino la contradicción en sus gestos. Él la deseaba. Estaba claro. Pero se odiaba por ello. Y usaba esas palabras duras como un muro, como una barrera para protegerse de algo que ni siquiera se atrevía a nombrar.

Ella ladeó la cabeza. Y una lágrima rodó silenciosa por su mejilla.

—No me arrepiento de haberme casado contigo, Devon —dijo, con voz suave, dolida pero firme—. No me arrepiento de que seas mi esposo.

Lo miró a los ojos, sin miedo ahora.

—El que tiene miedo… eres tú, ¿verdad? Me has estado evitando a propósito durante tres meses, ¿verdad?

Devon retrocedió medio paso. Como si sus palabras lo hubieran herido más que cualquier arma. El silencio volvió a caer entre ellos, espeso. Tenso.

Pero no duró mucho.

De pronto, Devon pareció romperse por dentro. Como si todas las emociones contenidas durante meses se derramaran de golpe. Se inclinó sobre ella y la besó. No con dulzura. Sino con rabia. Con frustración. Con hambre.

Alina se quedó quieta, sin saber cómo reaccionar. Sus labios respondieron, apenas, mientras Devon la alzaba con facilidad y la llevaba hasta la cama cercana. La dejó caer sobre los cojines, y su cuerpo se cernió sobre ella como una sombra.

Comenzó a besarla de nuevo, con urgencia. Sus manos buscaron el borde de su vestido. Pero entonces, se detuvo.

Vio su rostro.

Los ojos de Alina estaban cerrados con fuerza. Su cuerpo temblaba bajo el suyo. Estaba llorando en silencio.

Devon se congeló.

El deseo que lo había consumido se transformó en culpa en un segundo. Se apartó lentamente, respirando con dificultad. Se sentó al borde de la cama, pasándose una mano por el rostro.

—Tranquila —dijo en voz baja, sin mirarla—. No te obligaré. Ni mucho menos te violaré.

El silencio lo envolvió por un momento más.

Luego, sin decir otra palabra, se levantó, caminó hacia la puerta, y la abrió.

Y se fue.

Alina se quedó sola. Su cuerpo aún temblaba. No sabía si de miedo, de tristeza o de frustración. Se abrazó a sí misma, en la penumbra, mientras afuera, la noche seguía su curso. Lejos, el castillo dormía. Pero dentro de esa habitación, dos corazones seguían en guerra.

Uno con el otro.

Y consigo mismos.

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