Cuando oí eso, sentí como si el aire hubiera salido de mis pulmones. Él continuó, los ojos perdidos en la foto de Miguel sobre la chimenea:
—Le prometí a él, meses atrás, delante de su tumba. Que tú conocerías toda mi verdad. Aunque… Sus manos apretaron las mías. —Aunque esa verdad te asuste.
Afuera, el viento aullaba en los cristales. Dentro, solo escuchaba la sangre latiendo en mis oídos.
—Cuéntame —respondí, sorprendida por la firmeza de mi voz.
Él sonrió, una sonrisa triste que nunca le había visto.
—Entonces siéntate, mi hada. Porque esta historia comienza con dolores y humillaciones de dos niños y termina con sangre y arrepentimiento.
Y mientras arrastraba la silla para mí, la Glock aún brillando en su regazo, y su notebook encendido esperando la señal de las niñas, entendí que el hombre que yo amaba tenía sombras más profundas que Manhattan de noche.
Rafael alzó la Glock como quien examina una reliquia maldita. Cuando habló, cada palabra fue una puñalada en el silencio:
—Tengo