Hacienda La Aurora, Santiago de los Caballeros — 04:15 p.m., dos días después del pasadía en La Romana
El sol de la tarde dominicana caía oblicuo sobre la terraza principal, tiñendo la piscina infinita de un turquesa dorado que se fundía con el río Yaque del Norte serpenteando abajo como una cinta de plata viva, entre colinas verdes salpicadas de cafetales ondulantes y palmeras reales que balanceaban sus frondas con la brisa salina residual del mar. Habían pasado dos días desde el pasadía en Casa de Campo —un torbellino de arena blanca incrustada en cada pliegue de la piel, olas turquesas lamiendo cuerpos en bikinis y trunks hasta dejarlos adoloridos y salados, risas estallando en el voleibol improvisado donde Máximo me lanzó la pelota raída directo a la cara gritando "¡Toma, jefa, como bala en Panamá pero sin pólvora!", ceviche de atún rojo fresco chorreando limón agrio y cilantro picante por los dedos que lamí con deleite, tostones crujientes empapados en mojo isleño de ajo dorado