Narrado por Adrián
Hacienda La Aurora, Santiago de los Caballeros — 09:22 p.m., regreso del pasadía en La Romana
El Jeep Wrangler se detuvo con un crunch suave en la grava roja del camino principal, faros apagándose dejando la finca envuelta en esa oscuridad caribeña profunda, solo rota por las luces solares amarillas que delineaban el contorno de la casa colonial —techos de teja roja curvados como olas congeladas, paredes blancas encaladas brillando luna, y el balcón de nuestra suite principal abierto como invitación, brisa del Yaque trayendo olor a río húmedo y jazmines nocturnos que trepaban las pérgolas. El día en Casa de Campo había sido un torbellino de sol abrasador y sal en la piel —arena blanca incrustada en cada pliegue, olas turquesas golpeando cuerpos en bikinis y trunks hasta dejarlos adoloridos, risas estallando en el voleibol improvisado donde Máximo me lanzó la pelota raída directo a la cara gritando "¡Toma, socio, como bala en Panamá!", ceviche de atún rojo fresco