Narrado por Adrián
Hacienda La Aurora, Santiago de los Caballeros — 08:45 a.m., una semana después de la cascada
El sol ya picaba fuerte cuando bajé a la cocina, el aroma a café Santo Domingo tostado y plátanos fritos invadiendo el aire como un abrazo dominicano. Isabela estaba allí, en short jean cortito que le marcaba las curvas perfectas y una blusa blanca floja que dejaba ver el bikini rojo debajo, revolviendo una ensaladera con frutas frescas del huerto —mangos maduritos, piñas jugosas, guanábanas cremosas que goteaban dulce en sus dedos. "¡Amor, buenos días! ¿Listo para el mar? Hoy playa total, nada de finca ni diamantes", me dijo con esa sonrisa que me derretía, limpiándose la mano en mi pecho antes de darme un beso rápido, lengua juguetona rozando la mía.
"¡Siempre listo por ti, reina! ¿Y los otros? Máximo y Cataleya ya deben estar armando el lío". Me serví una taza de café negro, humeante, y me apoyé en la isla de granito, mirando cómo el sol entraba por las ventanas ab