Ciudad de México, ático en Polanco — 09:15 p.m., una semana después de París
Caroline Mejía andaba descalza sobre el mármol italiano del ático que le habían regalado tras su renuncia: un penthouse moderno con ventanales del piso al techo, vista a la Ángel de la Independencia iluminada, cocina Gaggenau, encimeras de cuarzo negro y una barra con botellas cuyo brillo se parecía al de su sonrisa. Vestía un camisón de seda rojo, corto, ceñido; su cabello caía en ondas perfectas y el maquillaje, impecable, no traicionaba la hora ni el desvelo. En la mesa de centro, el portátil mostraba fotos: Adrián e Isabella en París, besándose bajo la Torre Eiffel; titulares sobre los diamantes recuperados; la muerte de Serguéi en las catacumbas. Caroline pronunció las palabras con veneno: “Felices para siempre. No por mucho.”
El teléfono sonó. Número desconocido. Contestó en altavoz mientras servía Don Julio 1942 en una copa Baccarat.
—¿Caroline Mejía? —preguntó una voz masculina, rusa y grave.
—Depende