Mansión Salvatore, Milán — 07:42 a.m., dos semanas después de París
El sol entraba por las persianas de la suite principal como cuchillas doradas, filtrándose a través de las vidrieras antiguas que daban al jardín de cipreses italianos, pero yo no sentía calor. Solo frío. Un frío que me subía desde el estómago y me apretaba el pecho. Sobre la mesa de noche de mármol de Carrara, la caja azul falsa de Tiffany seguía abierta, la tanga roja dentro como una acusación viva. La había olido: perfume barato, el mismo que Caroline usaba en la oficina, ese dulzor empalagoso que se pegaba a la piel como culpa.
Adrián dormía a mi lado, hombro aún vendado bajo las sábanas de lino Frette, respiración profunda y tranquila. Lo miré. Tan guapo, tan mío... ¿o no? París había sido perfecto: besos en la Torre Eiffel con el viento revolviendo mi cabello, sexo apasionado en el balcón del Ritz con vista a los techos de zinc parisinos, votos renovados bajo las luces de la ciudad. Pero esta mañana, en nues