El amanecer neoyorquino tenía ese color metálico que solo las ciudades que nunca duermen conocen. Desde la suite del piso cuarenta, observaba el Hudson mientras el café humeaba en mi mano y el reloj marcaba las 6:30. A esa hora, la ciudad ya rugía, y yo también.
El día sería largo: presentación, negociación, cena privada con los socios norteamericanos. Nada podía fallar.
Carolay apareció puntual, con un traje gris perla que parecía diseñado para una reunión y una guerra al mismo tiempo. Cortaba la carpeta con los contratos y esa mirada que no decía mucho, pero insinuaba demasiado.
—Los inversionistas ya están en camino —dijo, ajustando el auricular en sus oídos—. La sala está lista.
—Perfecto. Que no haya margen para duda —respondí, cerrando el maletín.
El Salvatore Group tenía fama, pero en Estados Unidos la fama no bastaba. Había que impresionar con poder, no con palabras.
Cuando entré a la sala de juntas, el aire olía a madera cara y ambición. Los inversionistas —cuatro hombres y u