MELISA.
Entramos en nuestra suite. Las bolsas de compras quedan esparcidas sobre el chaise longue. La luz cálida del atardecer caribeño inunda la habitación, y la hora de zarpar se acerca.
Me dirijo al baño, sintiendo cómo la urgencia y la emoción se mezclan. Este no es un simple cambio de ropa; es un ritual, una transformación que me hace sentir más fuerte.
Me ducho rápidamente, dejando que la sal del mar se escurra. Cuando salgo, el aire acondicionado me da un escalofrío. Me siento frente al espejo, lista para la tarea más importante: el maquillaje.
Hoy no necesito la armadura pesada. La piel ya tiene el brillo del sol. Opto por una base ligera, un toque de color melocotón en las mejillas y un iluminador sutil para resaltar mis pómulos. Pero la atención se centra en los ojos. Quiero que hablen. Utilizo sombras cobrizas y doradas, difuminándolas suavemente, y termino con un delineado delgado y una gruesa capa de rímel.
Mientras seco mi cabello, observo a Kostas en el reflejo. Ya está