KOSTAS
La traición me golpea con la fuerza de un rayo. No es el golpe de Persia, sino la puta ceguera que tuve lo que me deja sin aire. Me siento contrariado, no por el miedo, sino por la incomprensión. ¿Por qué lo hizo? Lo tenía todo. La rabia se transforma en un frío y silencioso deseo de aniquilación. Esto es mucho peor que una simple disputa territorial.
Miro a Persia, que se retuerce en el suelo, y la incredulidad se apodera de mí.
—No te creo —le digo, con la voz plana, sin emoción—. No te creo absolutamente nada de lo que dices de Herodes.
Persia se impulsa hasta sentarse, tambaleándose, y me mira con una mezcla de desafío y locura.
—Eres un idiota, Kostas —escupe, la sangre manchándole los dientes—. Herodes es quien quiere tu jodida fuerza, no nosotros. ¿Crees que nos importan tus códigos de mierda? Nosotros te estamos apoyando precisamente porque no nos caes bien.
Persia se pone de pie, limpiándose la nariz rota con el dorso de la mano. El gesto es arrogante, pese a la humill