MELISA
No necesito otra invitación. Su boca se estrella contra la mía con la misma fuerza que el retroceso de la pistola. Este beso es el pago, el alivio a toda la tensión que se acumuló en el hangar, en el camino y en este maldito campo de tiro.
Me aferro a la camisa mojada por el sudor bajo su traje, y él me levanta de la cintura, acercándome a la mesa de concreto donde hace un momento descansaban las armas. Mis manos recorren la firmeza de su espalda mientras él me presiona contra la fría superficie.
El aire se siente espeso con el olor a pólvora quemada y su colonia cara. Es una mezcla brutal y adictiva.
Sus labios no piden permiso; toman el control, y yo se lo entrego con un gemido que se ahoga en su boca. Siento la dureza de su cuerpo, la urgencia que refleja la mía. Cada caricia, cada mordida, es una descarga de adrenalina. Ya no hay instructor ni alumna, solo la liberación violenta y necesaria de dos cuerpos que necesitan consumir la tensión.
Me separa un segundo, justo para r