MELISA.
Kostas está de pie junto a una chimenea apagada, su figura es tensa y protectora. Su mirada se clava en mí de inmediato, y me envía una ola de calma. Sabe que estoy al borde. A su lado, hay un hombre sentado en un sillón de cuero. Es Herodes.
Lo reconozco de inmediato, aunque nunca lo he visto. Tiene el mismo color de ojos que yo, la misma línea dura en la mandíbula. Es mayor, con el cabello plateado y una expresión de infinita tristeza grabada en el rostro. Se levanta con una lentitud solemne. Me mira, y siento que me atraviesa el alma.
Me paralizo. No sé qué hacer. ¿Correr a sus brazos o quedarme quieta?
La opresión en mi pecho se hace insoportable. No es miedo, es reconocimiento. Él me ve, y sé que él ve a su hija perdida. Las lágrimas se asoman a sus ojos, y de repente, el jefe de la mafia desaparece. Solo queda un padre devastado.
Herodes da un paso. Luego otro. Su andar es rígido, como si temiera que vaya a romperme si se acerca demasiado rápido. Sus ojos nunca se aparta