A pesar de las protestas de Micaela, seguí empeñada en ayudarla en cuanto podía a limpiar la casa de huéspedes, porque dejarla trabajar sola me hacía sentir tan inútil como aprovechadora.
Terminamos poco antes del mediodía, pero el desayuno había sido tan abundante que ninguna de las dos tenía apetito, y decidimos que ya nos haríamos unos emparedados más tarde.
—¿Salimos a caminar un rato? —propuso cuando regresamos a la planta baja—. Es un día hermoso y es un crimen pasarlo encerradas.
Acepté sin vacilar, porque intuía que el silencio y el ocio eran mi peor enemigo.
Nos alejamos de la casa de huéspedes hacia el límite del campus, lejos del camino que unía el acceso al Cubo y los edificios principales. Era una zona que recorría por primera vez. Parquizada con el mismo cuidado y detallismo que los alrededores del Cubo, con senderos flanqueados por flores y árboles jóvenes. Era como pasear por un parque público en la ciudad, sólo que sin el ruido del tránsito y con la tranquilidad de qu