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El auto alcanzó la autopista y sentí por primera vez que podía volver a respirar. Seguía abrazada a mi mochila en el asiento posterior, la cara vuelta hacia afuera para ocultar mis lágrimas. Ya no era el llanto histérico de un rato antes, pero no lograba dejar de llorar.

Carlos, el recepcionista nocturno de mi edificio, se había incorporado sobresaltado cuando salté fuera del edificio apenas vestida, el pelo una maraña empapada. Dios lo bendiga, había tenido la presencia de ánimo de hacerme sentar tras su escritorio, traerme agua, preguntarme cómo podía ayudarme, llamar un Uber.

Sólo pude sacudir la cabeza cuando me preguntó qué me pasaba. No podía responderle porque llamaría a la policía, y lo último que necesitaba era tener que demorarme allí, explicar lo que había sucedido, que me llevaran al hospital a hacerme tod

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