Cuando cerré la puerta del auto, respiré profundamente. No me había permitido sentir absolutamente nada, no con Luisa a mi lado. Pero en el momento en el que estuve solo, en la parte trasera del auto, acompañado únicamente por mi esquema de seguridad, permití que mi ansiedad aflorara un poco a través de las palmas de mis manos, que restregué sudorosas en el pantalón.
No solo el atentado me tenía nervioso y ansioso, sino también el pequeño Elián. Había querido verlo nada más por pura decencia, quizá también movido un poco por la curiosidad. Pero en cuanto lo vi, no pude evitar un tremendo escalofrío que me recorrió la espalda. Incluso sentí ganas de llorar por alguna razón. ¿Por qué? ¿Por qué habría sentido ganas de llorar al ver al hijo de una empleada? Sí, la mujer me había salvado la vida esa noche, pero había algo más allá. Y, por más que quisiera engañarme, yo lo sabía muy bien.
Porque, así como se lo había dicho a ella, era tal cual: si Alana no hubiera muerto, el hijo que crecía