ANDY DAVIS
La casa de Camille era hermosa, llena de rosas, no necesitaba ningún perfume más que el dulce aroma de las flores. Los mellizos jugaban felices en el amplio jardín, mientras yo compartía un café con ella en la mesita de herrería, bajo la sombrilla, mientras mecía al pequeño Ángel entre sus brazos, parecía tan feliz que me era sorprendente recordar a la mujer rota, llena de moretones, que se refugiaba en nuestra casa con el corazón roto.
El mismo hombre que la había destrozado, volvió a unir los pedazos y sanarla. Me costaba creerlo, pero así era.
Cuando planeaba darle un sorbo más a mi café escuché el rechinido de llantas en la entrada. Un par de autos habían entrado a la calle casi derrapan