ROCÍO CRUZ
—Oye… yo… lo siento… —dije con el corazón pendiendo de un hilo—. No fue mi intención interrumpirte… es que… yo…
Mantuve las manos estiradas hacia él, como si eso fuera suficiente para contenerlo. Sus labios se abrieron y pensé que diría algo, hasta que el hombre sentado detrás de mí tomó la delantera, se levantó de la silla, había conseguido liberarse de las esposas que mantenían su única mano aún atada al descansabrazo.
La desesperación le dio la fuerza, pero la sangre le ayudó a resbalar su piel, sin mucho éxito, a través del metal, y digo que fue sin mucho éxito porque cuando sostuvo una punta de metal contra mi cuello, pude ver que su intento por escapar hizo que su mano se descarnara como si se hubiera quitado un guante. Podía ver sus tendones y el hueso blanco de sus nudillos.
Iba a vomitar en cualquier momento. El aroma a hierro empezó a escocer mi nariz.
—No te haré nada… —susurró mientras su mano temblaba y la punta se encajaba cada vez más en mi cuello—. ¡Solo q