Alexander
Nuestros besos se intensificaron, despertando miles de emociones en mi interior. ¿Qué demonios me estaba pasando? Disfrutar de una mujer de esta manera era algo casi inexistente para mí. No solía pasar demasiado tiempo con ellas; entre nosotros, el sexo era solo eso: sexo. Caricias, pocas o ninguna. Con Adelaida, por ejemplo, lo hacíamos y ya, sin complicaciones. Pero con esta chica... con ella, todo era diferente. Quería besar cada parte de su pequeño cuerpo, recorrer con mis labios las curvas perfectas de sus caderas. Cada detalle en ella era una obra de arte: su cabello rojizo, su piel cálida, y sobre todo, sus ojos. Esos ojos que parecían reflejar el atardecer, tan intensos y bellos que me dejaban sin aliento. Todo en ella era perfección.
—Me imagino que no vinimos aquí a quedarnos mirando, ¿verdad? —murmuró, con una sonrisa traviesa.
—No, no lo hicimos —respondí, incapaz de ocultar mi propia sonrisa.
—Entonces, hazlo. Hazlo como mejor puedas y que sea demasiado bueno para poder olvidarme de los demás.
Sus palabras eran una invitación descarada, y no iba a desaprovechar el momento. No necesitó repetirlo; la ansiedad en su voz era evidente, pero también en la mía. Mi deseo por ella crecía a cada segundo. Lentamente, terminé de desnudarme y me acerqué a ella. Abrí sus piernas, encontrándome con la calidez de su intimidad, ya preparada para recibirme. Sus pequeños senos redondos parecían dos manjares listos para ser devorados por mi boca. No pude resistirme: chupé uno de ellos, mientras mis dedos jugaban con su entrepierna, explorándola con cuidado.
—¿Y la protección? —preguntó, con la respiración entrecortada.
—No te preocupes. Estoy seguro —murmuré, mientras acariciaba su rostro ruborizado. Me sorprendo a mi mismo. Siempre ocupo un preservativos, pero con ella quiero sentir la carne.
Ella sonrió, aunque estaba un poco ebria. Sin embargo, estaba completamente consciente de lo que estábamos a punto de hacer. No era un aprovechado, lo sabía. Aun así, había algo en ella que me volvía loco. Desde el momento en que la vi bailando sola, me cautivó. Y ahora, quería saber si esa fascinación era real o solo momentánea.
Después de recorrer su cuerpo con mis labios, levanté sus piernas y las coloqué sobre mis hombros. La miré a los ojos, que brillaban con deseo. Mi mano seguía explorándola, jugueteando con su interior, mientras acariciaba su clítoris con mi pulgar.
—Por favor, entra ya —susurró entre jadeos.
—Aún no —respondí, con una sonrisa. Quería disfrutarla, prolongar el momento tanto como pudiera.
Finalmente, entré en ella con lentitud, dejando escapar una maldición al sentir cómo su calor envolvía mi miembro. Era una sensación indescriptible, como si el cielo y las estrellas estuvieran al alcance de mis manos. Comencé a moverme dentro de ella, sujetando sus piernas con fuerza.
—Más rápido, por favor —pidió, con los labios entreabiertos.
Obedecí, acelerando mis movimientos. Abrí sus piernas y me recosté sobre ella, recorriendo con mi lengua sus senos, su vientre, y finalmente, sus labios. Estaba completamente entregado a este momento. Su mano se aferró a mi hombro, y sentí cómo sus uñas se clavaban en mi piel. Ambos nos movimos como si estuviéramos en esa pista de baile, el silencio era gratificante, lo único que se escuchaba era nuestros gemidos y respiraciones acelerada, incluso el choqué de nuestros cuerpos.
Cuando llegó el clímax, me sentí completamente extasiado. Pero no queríamos detenernos. Ella se colocó sobre mí, moviéndose con un ritmo que encajaba perfectamente con mi cuerpo. Su intimidad era cálida, apretándome con fuerza, y cada sonido que escapaba de sus labios me volvía loco.
Volví a colocarla debajo de mí, explorando su cuerpo una vez más con mis labios y mi lengua, desde sus pechos hasta sus pies.
—Eres increíble, chaparrita —le susurré, sin saber aún su nombre.
Ella sonrió de lado, y esa pequeña sonrisa fue suficiente para volverme loco otra vez. Nos movimos al unísono, disfrutando del placer que otorgado. Perdí la cuenta de las veces que lo hicimos. Tal vez fueron dos, tres, o incluso más. Lo único que sé es que disfruté cada segundo.
💫💫💫
Tras finalizar nuestro encuentro, ambos permanecimos tumbados mirando al techo, como si este pudiera ofrecernos respuestas que no buscábamos. Había una quietud peculiar en el aire, un silencio que no incomodaba, sino que, al contrario, parecía envolvernos en una burbuja de tranquilidad. No había necesidad de palabras, no en ese momento, no en ese espacio. A veces, el silencio es más elocuente que cualquier diálogo, y ese era uno de esos instantes. Pero mientras yacíamos ahí, inmóviles, mi mente era todo menos calma.
¿Por qué me sentía así? Esa era la pregunta que martillaba mi cabeza. Ninguna mujer había logrado despertar algo tan profundo en mí. Con otras, el deseo era simple, directo, y desaparecía tan pronto como se consumía el momento. Pero ella… ella era distinta. No podía definirlo con claridad. Su presencia me desarmaba, como si cada mirada, cada gesto suyo, rompiera algo dentro de mí y al mismo tiempo lo reconstruyera. Me fascinaba de una manera que no podía —o tal vez no quería entender.— No era solo deseo; era una mezcla confusa y peligrosa de emociones que me hacía sentir vivo y vulnerable al mismo tiempo. Y eso estaba mal, muy mal.
Ella soltó un largo suspiro, rompiendo el hechizo del silencio. Giré mi rostro hacia ella y la vi cerrar los ojos, como si el peso de todo lo que había sucedido se hubiera posado sobre sus hombros. Me miró de reojo y, con un tono que apenas era un susurro, dijo:
—Olvida esto. Solo olvídalo y gracias.
No supe si esas palabras estaban dirigidas a mí o si eran para ella misma, como un intento desesperado de convencerse de que aquello no significaba nada. La observé mientras sus párpados se cerraban del todo y su respiración se volvía lenta y regular. Había caído dormida. Y ahí estaba yo, atrapado entre la confusión de mis propios pensamientos y la calma que irradiaba su rostro.
Era hermosa, de una forma que dolía. No porque fuese perfecta —nadie lo es—, sino porque su belleza parecía venir de algún lugar profundo, como si cada rasgo suyo contara una historia que yo deseaba escuchar pero que no se me permitía. Movido por un impulso que no entendí en el momento, saqué mi teléfono y, con cuidado de no despertarla, tomé una fotografía de su rostro.
"¿Qué estupidez estoy haciendo?" pensé inmediatamente. ¿Qué sentido tenía guardar ese momento, como si pudiera atraparlo en la pantalla de mi teléfono? Pero aún así lo hice, como si temiera que al salir de esa habitación, al dar la vuelta a esa página, ella se desvaneciera como un sueño del que uno no quiere despertar. Guardé el teléfono en el bolsillo, sintiéndome ridículo y al mismo tiempo incapaz de arrepentirme.