Peter temprano llegó al juzgado esa mañana. Eran casi las siete cuando llegó en su carro y caminó por las escaleras de mármol hacia la sala penal 4B. Llevaba un traje negro perfectamente planchado, una corbata burdeos y una carpeta gruesa de documentos bajo el brazo. Sus ojeras delataban las noches sin dormir preparando la defensa de su cliente: Laura Márquez, una mujer de 34 años acusada de ser la intermediaria en una red de narcotráfico transnacional.
Salvatore caminaba junto a él, hojeando su celular.
—Seguro ¿quieres hacer esta estrategia hoy? —preguntó con tono bajo—. Es muy arriesgada, Peter. Te enfrentarás a la fiscalía ya medio mundo.
—Es la única manera de salvarla —respondió Peter sin mirarlo—. La van a sentenciar a cadena perpetua por algo que no hizo. Es inocente. Está pagando por ser testigo clave, no por ser criminal.
Cuando entraron a la sala, Laura ya estaba sentada en el banquillo de acusados. Tenía el rostro pálido, hundido por los días en prisión preventiva. Sus man