Cordelia
Fernanda se puso frente a mí, pero los demonios pasaron a través de ella como si fuera niebla.
No me dieron ni un segundo para reaccionar. Dos me sujetaron de los brazos, sin delicadeza. Otro me tomó por el cabello.
—¡Suéltenla! —gritó Damien—. ¡No la toquen, malditos!
—¡Vamos, vamos! —gruñó otro soldado—. Astaroth quiere ver qué basura se atreve a invadir su dominio.
—¡Ella está sangrando! ¡Está lastimada! —gritó Fernanda—. ¡Animales, al menos cúbranla!
No lo hicieron.
Me arrastraron entre risas.
No me dieron ropa, no me cubrieron, no me ofrecieron agua. Me llevaron tal como estaba. Sucia, ensangrentada, desnuda.
Mi dignidad quedó atrás con cada paso. Pero no mi determinación.
—¿Por qué no luchas? —me susurró Fernanda, a mi lado, volando como una sombra.
—Porque necesito ver a Zeiren —respondí, apretando los dientes—. Si muestro debilidad ahora… no me llevarán con él. Me esconderán... o algo peor. Y yo necesito encontrarlo.
La arena apareció tras un enorme portón de piedra,