ANASTASIA
Cuando el teatro de marionetas se termina y los niños se desperdigan, Oliver salta por el césped con las mejillas infladas por la risa y el pelo revuelto.
—¿Podemos volver mañana, mamá?
—Creo que podemos hacerlo —digo, intentando acomodarle el pelo en su sitio. Es inútil. Mi hijo está radiante, sus ojos brillan como si el mundo entero fuera una aventura, y yo no puedo evitar sonreír.
—¡Bien! —hace un pequeño gesto de victoria y con ojos de cachorro me mira, y después a Leo—. ¿Podemos cenar pizza? Porfiiii, porfi.
—Conozco un sitio —dice Leo, inclinándose un poco, como si compartiera un secreto importante—. Y regalan juguetes a los niños que se portan bien.
Oliver me mira con una expresión que me suplica empezar a andar, y como soy una madre súper guay y todavía no quiero volver a casa, suelto una risita y doy luz verde.
El puesto de pizzas está al borde del parque, medio escondido entre árboles y luces colgantes. No hay mesas, solo bancos de madera que han visto mejores días