Gael.La noche envuelve la ciudad con su aliento gélido mientras camino con paso firme, siguiendo el rastro de sangre que brilla en la acera como un hilo visible que me conduce a un cruel destino. A mi lado, el silencio es denso, casi opresivo. No se escuchaban autos ni voces, sólo el eco amortiguado de mis pasos. Sin voltear, indico con un gesto de la mano a uno de mis hombres que rodee el edificio, mientras que yo desvío hacia el otro lado, fundiéndome con las sombras que se proyectan en la antigua fábrica.La estructura de hierro y ladrillo, que antes era una ebanistería de la familia real, se irgue como un cadáver imponente que se niega a caer, a pesar del abandono y del tiempo. Las puertas ceden con un chirrido agudo, como si protestaran por ser abiertas. Adentro, el aire es espeso, una mezcla de polvo, aceite rancio y madera vieja.— ¡Jovan Malaspina! —llamo con voz baja pero firme al padre de mi esposa. Nadie responde— ¡Señor Malaspina! —insisto.Avanzo con lentitud, los pasos
Gael.El frío del metal oxidado se cuela por los ventanales rotos de la vieja ebanistería y muerden mi espalda con la familiaridad de un recuerdo incómodo. Apenas pestañeo cuando escucho el clic del seguro no mucho después del zumbido de una bala que golpeó la pared junto a mi rostro. Me giro con calma, sin permitir que algún temblor se manifieste en mi gesto.—Hola, Adriel —digo con un dejo irónico—. Había olvidado lo agradable que es que aún sigas vivo.La carcajada de mi hermano mayor resonó en el eco oxidado del lugar. Frente a mí está el mayor de los Belmonte, quien camina con la arrogancia absurda que lo caracteriza. Mueve el arma en su mano como si se tratase de una copa de vino mientras con la otra se aparta un mechón de cabello negro. Sus ojos verdes idénticos a los de nuestro padre y que nos ha marcado a todos, brillan como esmeraldas bajo la luz filtrada por los ventanales. Todos en la familia los tienen del mismo color y tonalidad... excepto yo, con uno dividido en dos ton
Gael.La veo intentando contenerse, como si necesitara expresar las palabras correctas mientras sonríe nerviosa, o por lo menos lo intenta. Su hermana se le acerca con las facciones fruncidas.—No te atrevas —señala la menor de las Mountbatten, con voz firme—. No me mientas, Amaia. No me ocultes nada. Sé que algo grave está pasando... los escuché.Me busca con la mirada, como si en mí pudiera encontrar una cuerda de salvación. Niego dejando claro que no intervendré en su favor. Sus hombros se hunden bajo un peso invisible cuando lo entiende.Debo permanecer en silencio, disfrutar de esta escena, pero antes de pensarlo un poco más mis labios se mueven:—Intenté encontrarme con su padre para brindarle ayuda —afirmo con voz neutra, sin adornos—. Pero no él no llegó al punto de encuentro.La hermana parpadea procesando la información. Es como si se debatiera entre hacer más preguntas o tragárselas.—Eso también lo escuché —murmura optando por hablar.Vuelve su atención a Amaia, quien ahor
Amaia.La casa, testigo de un linaje que la levantó con orgullo, ahora se desmorona conmigo, su última heredera, con un destino ya sellado: venderme para salvarlo todo.—...O te casas con él, o nos hundimos para siempre —sentencia mi padre.El peso de sus palabras bien podría aplastarme por completo.— ¿Por qué no te casas tú? El blanco siempre ha sido tu color.—Amaia...Aprieto las cuentas de cobro en mi mano, suman millones de dracmas que desde luego no tenemos.—No hay otra salida —asevera.Mis ojos se hipnotizan con el movimiento de sus labios, pero aun así no puedo aceptarlo.—Todo esto es tú culpa —suelto.— ¡Amaia!— ¡Eres tú quien ha despilfarrado el dinero! Tú y tus malos negocios, tú y tus malas decisiones ¡Eres el responsable de nuestra desgracia!Desde la habitación de al lado, la tos de Diara frena mis palabras. Esa tos áspera, continúa y agónica que me recuerda en todo momento que ella necesita tratamiento y que de no recibirlo podría empeorar hasta... no me atrevo a pen
Amaia.Camino por los jardines delanteros del hospital. Es otoño y los árboles desnudan sus ramas mientras el frío se incrementa y se acompasa al pesado temor en mi pecho... Diara es lo único que tengo, el último recuerdo de mamá y de la felicidad que un día conocimos. Ella lo es todo para mí.—Señorita Mountbatten.La enfermera que atiende a mi hermana se acerca con tranquilidad.»La señorita Diara ha despertado y quiere verla.Vuelvo a respirar.—Gracias.—El doctor hablará después con usted.Asiento.»Debería regresar a casa, usted también necesita descanso.—Es muy amable, pero no me gusta dejar sola a mi hermana.—Ella será medicada y dormirá toda la noche. Así que puede ir a casa y regresar temprano en la mañana.Me abrazo para darme un poco de calor.»Si usted también se enferma ¿quién cuidará de ella? —intento hablar, pero no puedo—. Es una buena hermana, pero también es humana y necesita reposo.—Está bien, me iré después de hablar con ella y mañana regresaré antes de que des
Amaia.El aire esparce el aroma a hojas secas, acompañado de un viento gélido que se filtra poco a poco entre los árboles cada vez más desnudos, con tapetes dorados a sus pies.—Es hora.Anuncia mi padre en el momento en que la luz del atardecer se refleja melancólica sobre el camino de piedra que conduce a la iglesia.— ¿El dinero? —indago.—Luego de la boda.—Lo primero son las facturas del hospital y el nuevo tratamiento. ¿Lo sabes, verdad?—Lo sé Amaia, no soy el hombre desalmado que tú imaginas.Aprieto el ramo de dalias burdeos y anaranjadas entrelazadas con rosas blancas y hojas de eucalipto. El sudor humedece la cinta color vino que lo ata.—Diara no puede enterarse aún.—Se enterará.—Pero, no aún —insisto.—Haré lo posible.Un sonido extraño retumba en los oídos, pero no sale de la iglesia, sino de mi pecho.»Estarás bien. —No hables sobre lo que no sabes.—Tampoco es fácil para mí.—Debe ser difícil vender a una de tus hijas. —Soy sarcástica.Pero, más que furia es la tr
Amaia“Odio hasta que la muerte nos libere”La música resuena por el salón de eventos de la mansión de Los Belmonte, mientras continúo escuchando esa frase en mi cabeza y la copa de vino en mi mano me ofrece la única compañía de la noche. En definitiva, las risas, bailes y conversaciones de los demás no son reflejo del abismo que existe entre él y yo... mi querido amigo de la infancia, mi esposo.No pierdo detalle de él a través de la multitud. Está con su padre y algunos socios bebiendo whisky con una expresión impenetrable, incluso no me ha devuelto ni una sola mirada desde que salimos de la iglesia... cada uno por su lado.Puedo entender que no estuviera de acuerdo con este matrimonio, aunque fue algo que no consideré hasta ahora y desde luego que comprendo que tenga cierto resentimiento hacia mí por casarse con alguien que de forma evidente no ama... Mi pecho duele ante esta nueva realidad, pero... aún así, no he sido yo quien lo propició, fue su padre, ¡debería ser a él a quien m
Amaia.Sostengo una copa de vino en cada mano mientras me abro paso entre los invitados. La mirada fija en Gael y en esa mujer que en definitiva sólo puede ser ella: La viuda García.Es rubia, esbelta y elegante, quizá con doce años más que yo, pero aún joven y hermosa. Algo que no intenta ocultar con el vestido negro que se aferra a su figura. No se inmuta cuando me paro frente a ellos. Su mano se mantiene enganchada al brazo de mi esposo como si quisiera dejar claro cuál es su posición. Sonrió con frialdad.—Es bueno compartir con los amigos los momentos importantes —digo con voz tranquila, pero lo suficientemente clara para que los oídos curiosos a mi alrededor escuchen—. Compartir la felicidad de un matrimonio o la tristeza de la viudez es fundamental —agrego.Extiendo una de las copas de vino hacia ella. Arquea una ceja, como si analizara mi movimiento. Sin embargo, con una sonrisa de burla toma la copa sin soltar a Gael. Él sólo nos observa.—Estoy de acuerdo, compartir entre do