Gael.
El silencio en la mansión Mountbatten parece más profundo que el de cualquier otra casa que haya pisado. No hay servidumbre, ni calor, sólo ese olor tenue a humo que continúa impregnado en las paredes tiznadas por el incendio. Doy un par de pasos, dejando que éstos resuenen en el mármol pulido y agrietado.
Amaia me observa con visible sobresalto, mientras que su hermana a su lado apenas puede disimular la sorpresa. Parece que ha estado llorando.
— ¿Qué haces aquí? —pregunta Amaia, frunciendo los labios con evidente fastidio.
—Vengo por ti —respondo con una media sonrisa, como si eso fuera lo más lógico del mundo.
La hermana se adelanta un par de pasos y me saluda con cortesía.
—Bienvenido. Esta es tu casa.
Apenas la observo antes de volver mi atención a Amaia.
—Si me guiara por el recibimiento de mi esposa, no parece que sea bienvenido.
Sé muy bien lo que hay en la mirada que Amaia me ofrece, es rabia pura y contenida, casi ardiente bajo la superficie de sus ojos color miel. Y