Amaia.
La habitación blanca huele a desinfectante y manzanas. Debo recostarme de lado, apoyándome en una almohada suave tras la espalda. Diara corta un trozo de una manzana, pero no deja de sonreír mientras me ofrece una rebanada.
—¿Qué es tan gracioso? —pregunto intrigada por su alegría súbita.
Ella eleva una ceja.
—Es la primera vez que los papeles se invierten. Siempre he sido yo la que está hospitalizada y tú la que cuida. Ahora… me toca a mí.
Mis comisuras se estiran para mostrar una sonrisa pequeña. Sus palabras me dejan pensativa.
—No es que me alegre de que te hayan disparado —agrega rápido—. Sé que estuviste muy cerca de morir, sólo que…
—Lo entiendo —La interrumpo con voz suave—. Y me alegra que estés aquí. Lo que más me importa es que ya no estés enojada conmigo.
Diara suspira y deja el cuchillo pequeño sobre el plato.
—Estaba enojada, pero tenía razón. No porque fuera una niña caprichosa. Quiero que me trates como una mujer, Amaia. Eso es todo.
Le aprieto la mano