Amaia.—Buenos días, señora Mountbatten —saluda con amabilidad una de las enfermeras del hospital.Cambiaron la palabra señorita por señora desde que se propagó la noticia de que ahora soy una mujer casada. Le devuelvo la sonrisa por cortesía mientras atravieso el pasillo. Han pasado dos días desde la última conversación con Gael cuando evadió la pregunta que le hice sobre mi padre con una respuesta evasiva y sutil, pero de alguna forma creo que hay algo más que él no me dice, o no sé si he empezado a estar paranoica.—Buenos días —Saluda otra mujer que me observa con curiosidad, mirando tras de mí.Es cuando recuerdo a los dos hombres que se han convertido en mi sombra. Sus pasos resuenan tras de mí. Los hombres altos, vestidos de traje e inexpresivos no hablan ni saludan, sólo obedecen órdenes de Gael. Continúo mi camino, recordando que hoy le dan el alta a mi hermana y puedo llevarla de regreso a casa.—No es necesario que entren conmigo —Los detengo frente a la puerta de la habita
Amaia.Diara no me habla. Sus ojos permanecen fijos en la ventana del vehículo, ignorando cada palabra que pronuncio en medio del aire frío del atardecer.—Entre Elan y yo no hay nada... Diara, lo viste, es parte de algo entre él y Gael. Me están involucrando. Eso es todo.Continúa sin mirarme y con los labios sellados. Así continúa durante todo el trayecto. Ni siquiera me importa que los dos hombres sentados al frente me escuchen, lo que más me importa es lo que piense mi hermana.Cuando el auto se detiene frente a la mansión Mountbatten, Diara no espera a que le abran la puerta. Se baja de primera. Avanza con paso rápido, casi como si quisiera escapar de mi presencia. La sigo con cierta resignación.— ¿Por qué está tan fría la casa?Son sus primeras palabras luego de cruzar el umbral. Tiene el ceño fruncido.—Los empleados renunciaron —respondo con voz baja—. No he tenido tiempo para contratar nuevos. Pero, mañana mismo me ocuparé de esto, ya he publicado la oferta de trabajo.Se gi
Gael.El silencio en la mansión Mountbatten parece más profundo que el de cualquier otra casa que haya pisado. No hay servidumbre, ni calor, sólo ese olor tenue a humo que continúa impregnado en las paredes tiznadas por el incendio. Doy un par de pasos, dejando que éstos resuenen en el mármol pulido y agrietado.Amaia me observa con visible sobresalto, mientras que su hermana a su lado apenas puede disimular la sorpresa. Parece que ha estado llorando. — ¿Qué haces aquí? —pregunta Amaia, frunciendo los labios con evidente fastidio.—Vengo por ti —respondo con una media sonrisa, como si eso fuera lo más lógico del mundo.La hermana se adelanta un par de pasos y me saluda con cortesía.—Bienvenido. Esta es tu casa.Apenas la observo antes de volver mi atención a Amaia.—Si me guiara por el recibimiento de mi esposa, no parece que sea bienvenido.Sé muy bien lo que hay en la mirada que Amaia me ofrece, es rabia pura y contenida, casi ardiente bajo la superficie de sus ojos color miel. Y
Amaia.El estómago se contrae y un cosquilleo nervioso trepa por mi espalda.Dos días. Es fue el plazo que mi padre me dio para conseguir el dinero, y ya han pasado... Estaba encerrada y no quise humillarme ante Gael pidiéndole más dinero. Además, ni siquiera lo había visto.Había planeado darle un cheque por diez millones, con la condición de que regresara en un mes. Supuse que era el tiempo suficiente para calmar los ánimos y resolver la situación con los acreedores. Lo que mi padre no se imaginaría es que ese dinero era el que había destinado para empezar con las reparaciones de la mansión, pero quise pensar que ya encontraría una forma de recuperarlo. La venta de la empresa sería mi siguiente objetivo.— ¿En dónde está la carta? —pregunto con voz tensa, mientras él me observa con curiosidad.—La tiene uno de mis hombres —responde con calma.Aprieto las manos. Cada palabra y expresión de él consigue enfadarme.— ¿Y ahora robas mi correspondencia?—Llegó a la mansión Belmonte —repli
Gael.La noche envuelve la ciudad con su aliento gélido mientras camino con paso firme, siguiendo el rastro de sangre que brilla en la acera como un hilo visible que me conduce a un cruel destino. A mi lado, el silencio es denso, casi opresivo. No se escuchaban autos ni voces, sólo el eco amortiguado de mis pasos. Sin voltear, indico con un gesto de la mano a uno de mis hombres que rodee el edificio, mientras que yo desvío hacia el otro lado, fundiéndome con las sombras que se proyectan en la antigua fábrica.La estructura de hierro y ladrillo, que antes era una ebanistería de la familia real, se irgue como un cadáver imponente que se niega a caer, a pesar del abandono y del tiempo. Las puertas ceden con un chirrido agudo, como si protestaran por ser abiertas. Adentro, el aire es espeso, una mezcla de polvo, aceite rancio y madera vieja.— ¡Jovan Malaspina! —llamo con voz baja pero firme al padre de mi esposa. Nadie responde— ¡Señor Malaspina! —insisto.Avanzo con lentitud, los pasos
Gael.El frío del metal oxidado se cuela por los ventanales rotos de la vieja ebanistería y muerden mi espalda con la familiaridad de un recuerdo incómodo. Apenas pestañeo cuando escucho el clic del seguro no mucho después del zumbido de una bala que golpeó la pared junto a mi rostro. Me giro con calma, sin permitir que algún temblor se manifieste en mi gesto.—Hola, Adriel —digo con un dejo irónico—. Había olvidado lo agradable que es que aún sigas vivo.La carcajada de mi hermano mayor resonó en el eco oxidado del lugar. Frente a mí está el mayor de los Belmonte, quien camina con la arrogancia absurda que lo caracteriza. Mueve el arma en su mano como si se tratase de una copa de vino mientras con la otra se aparta un mechón de cabello negro. Sus ojos verdes idénticos a los de nuestro padre y que nos ha marcado a todos, brillan como esmeraldas bajo la luz filtrada por los ventanales. Todos en la familia los tienen del mismo color y tonalidad... excepto yo, con uno dividido en dos ton
Gael.La veo intentando contenerse, como si necesitara expresar las palabras correctas mientras sonríe nerviosa, o por lo menos lo intenta. Su hermana se le acerca con las facciones fruncidas.—No te atrevas —señala la menor de las Mountbatten, con voz firme—. No me mientas, Amaia. No me ocultes nada. Sé que algo grave está pasando... los escuché.Me busca con la mirada, como si en mí pudiera encontrar una cuerda de salvación. Niego dejando claro que no intervendré en su favor. Sus hombros se hunden bajo un peso invisible cuando lo entiende.Debo permanecer en silencio, disfrutar de esta escena, pero antes de pensarlo un poco más mis labios se mueven:—Intenté encontrarme con su padre para brindarle ayuda —afirmo con voz neutra, sin adornos—. Pero no él no llegó al punto de encuentro.La hermana parpadea procesando la información. Es como si se debatiera entre hacer más preguntas o tragárselas.—Eso también lo escuché —murmura optando por hablar.Vuelve su atención a Amaia, quien ahor
Amaia.La casa, testigo de un linaje que la levantó con orgullo, ahora se desmorona conmigo, su última heredera, con un destino ya sellado: venderme para salvarlo todo.—...O te casas con él, o nos hundimos para siempre —sentencia mi padre.El peso de sus palabras bien podría aplastarme por completo.— ¿Por qué no te casas tú? El blanco siempre ha sido tu color.—Amaia...Aprieto las cuentas de cobro en mi mano, suman millones de dracmas que desde luego no tenemos.—No hay otra salida —asevera.Mis ojos se hipnotizan con el movimiento de sus labios, pero aun así no puedo aceptarlo.—Todo esto es tú culpa —suelto.— ¡Amaia!— ¡Eres tú quien ha despilfarrado el dinero! Tú y tus malos negocios, tú y tus malas decisiones ¡Eres el responsable de nuestra desgracia!Desde la habitación de al lado, la tos de Diara frena mis palabras. Esa tos áspera, continúa y agónica que me recuerda en todo momento que ella necesita tratamiento y que de no recibirlo podría empeorar hasta... no me atrevo a pen