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#1 Placeres violentos

ANTES DE LEER

Algunas deudas no pueden pagarse con dinero.

Temas: Mafioso, secuestro y g*n play.

En este relato la línea entre el placer y el miedo se ponen borrosas. Si disfrutas de hombres peligrosos tomando exactamente lo que quieren, Roman te dará la bienvenida.

(***)

Mia

—¡Abre la puerta, maldito imbécil! ¡Déjame salir! —Grité, golpeando la madera maciza hasta que mis nudillos ardieron.

El silencio al otro lado fue absoluto, denso. Derrotada por el agotamiento, me alejé de la entrada, peinando mis dedos con frustración a través de mi cabello revuelto.

—¿Terminaste de hacer berrinche?

La voz, grave y profunda como un trueno lejano, resonó a mis espaldas. Dí un brinco en mi sitio, girando sobre mis talones.

Estaba en una suite de lujo, con alfombras persas y muebles de caoba. No era más que una jaula dorada. Llevaba cuarenta y ocho horas encerrada, siendo la "garantía" de una deuda que mi padre nunca podría pagar. Creí que me llevarían a una bodega abandonada pero el hombre que me secuestró solo me miró y declaró “Ella vendrá conmigo”

La presencia de Roman aspiró todo el oxígeno de la habitación. Era inmenso. El pantalón de vestir negro y la camisa blanca de diseñador apenas contenían la violencia de su cuerpo imponente.

No parecía un matón callejero, aunque tenía tatuajes en sus dedos y otro en su cuello. Parecía un depredador corporativo, un hombre que firmaba sentencias de muerte con una pluma estilográfica.

Pero yo sabía lo que acechaba debajo de esa elegancia.

—Te traje la cena —dijo, cerrando la puerta con el pie mientras sostenía una bandeja con una mano. Su tono era casual, insultantemente tranquilo.

Mis dedos se cerraron instintivamente alrededor del mango frío del cuchillo de mesa que había robado esa mañana. Lo tenía oculto en mi manga, rozando mi muñeca. Era un arma ridícula contra una bestia como él, pero era lo único que me separaba de la sumisión total.

—No tengo hambre —escupí. Mi voz tembló, no de miedo, sino de pura adrenalina.

Roman dejó la bandeja sobre una mesa auxiliar y se volvió hacia mí. Sus ojos, del color del hielo sucio, me barrieron de arriba abajo con una lentitud lasciva, haciéndome sentir desnuda bajo mi ropa arrugada.

—Come, Mia. Tu padre necesita que estés viva para que la amenaza funcione —dió un paso hacia mí.

Fué mi momento.

No pensé, solo actué. Me lancé hacia él sacando el cuchillo y apuntando a su pecho, a ese torso perfecto cubierto de tela cara. Fui rápida, impulsada por la desesperación. Pero él fue letal.

Ni siquiera parpadeó.

Antes de que la hoja pudiera tocarlo, su mano grande interceptó mi muñeca en el aire. Sus dedos se cerraron como garras de acero, deteniendo mi impulso en seco con una fuerza tan brutal que el dolor me subió hasta el hombro.

—Mala idea —murmuró. Ni siquiera se le había acelerado la respiración.

Apretó. Un gemido de dolor se escapó de mi garganta y mis dedos se abrieron por reflejo. El cuchillo cayó, perdiéndose en la alfombra gruesa.

Roman no me soltó. Aprovechó mi desequilibrio para tirar de mí, estrellando nuestros cuerpos con violencia. El impacto me sacó el aire. Sentí la dureza de su pecho contra mis senos y, más abajo, la firmeza de sus muslos de piedra inmovilizando los míos.

Me obligó a mirarlo. En sus ojos fríos se encendió una chispa oscura. No era ira. Era diversión. Y hambre.

—Tienes fuego, devochka —susurró contra mi rostro. Su aliento, una mezcla embriagadora de whiskey caro y tabaco, golpeó mis sentidos—. Lástima que el fuego quema.

Intenté darle un rodillazo, pero él lo anticipó con una facilidad humillante. Con un movimiento fluido, barrió mis piernas. El mundo giró y, de golpe, me encontré de espaldas contra el suelo, con todo el peso masivo de Roman aplastándome, hundiéndome en la alfombra.

Traté de luchar, de retorcerme, pero era inútil. Él era una montaña de músculo sólido. Atrapó mis dos muñecas con una sola de sus manos grandes y las clavó sobre mi cabeza con una facilidad casi humillante, dejándome indefensa.

Ambos jadeábamos. El forcejeo había disparado mi ritmo cardíaco, pero entonces sucedió algo que me aterrorizó más que su violencia. Mi cuerpo lo traicionó todo.

Sentir su peso dominante sobre mí, su aroma a peligro y testosterona invadiendo mis pulmones, despertó una respuesta enferma en mi bajo vientre. Mi centro se contrajo involuntariamente, soltando una oleada de humedad caliente que empapó mi ropa interior. Odié sentirme así. Odié que mis muslos se apretaran con una anticipación enferma.

Roman lo notó. Vió cómo mis pupilas se dilataban. Vió el rubor en mis mejillas.

—¿Te excita la violencia, Mia? —preguntó suavemente, inclinándose hasta que su nariz rozó mi mandíbula.

—Púdrete —jadeé, aunque me faltaba el aire.

Él sonrió, una curva cruel que no llegó a sus ojos.

Llevó su mano libre hacia su espalda. El sonido del metal rozando contra el cuero fué inconfundible. Sacó una Beretta negra, pesada y amenazante. Dejé de respirar.

Roman no me apuntó a la cabeza. En su lugar, presionó la boca del cañón contra la piel palpitante de mi garganta. El contraste del metal helado contra mi piel afiebrada me provocó un escalofrío violento que recorrió mi columna y terminó latiendo entre mis piernas.

Lentamente, tortuosamente, comenzó a deslizar el arma hacia abajo.

El cañón frío trazó una línea desde mi cuello, bajando por mi clavícula, hasta detenerse peligrosamente en el nacimiento de mi escote. Usó la punta del arma para apartar la tela de mi blusa, exponiendo la piel suave de mis senos al aire frío y a su mirada.

Me miró desde arriba, con el poder absoluto brillando en sus ojos de depredador. Tenía mi vida, y mi cuerpo, literalmente en sus manos.

—Tienes dos opciones para pagar la deuda de tu padre —pronunció, su voz ronca y oscura vibrando contra mi pecho, haciéndome apretar los muslos—. Con dinero, que no tienes... o con obediencia.

Empujó el cañón un poco más fuerte contra mi piel.

—Elige ahora, Mia.

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