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#2 Placeres violentos

Mia

Mi silencio fue su respuesta. No podía decir la palabra, pero mi cuerpo ya había elegido por mí. Mis piernas se aflojaron, cayendo abiertas sobre la alfombra, una rendición muda ante el depredador que me inmovilizaba.

Roman sonrió, una mueca carente de calidez pero cargada de satisfacción.

—Buena chica —susurró.

No guardó el arma. Continuó el recorrido descendente del cañón, bajando por mi estómago plano, trazando una línea helada que hacía que mis músculos se contrajeran. Llegó al borde de mi ropa interior. Con un movimiento hábil, usó la punta del cañón para enganchar la tela y apartarla hacia un lado, dejando mi intimidad totalmente expuesta a su mirada y al aire frío de la habitación.

—Mírate —dijo con voz ronca—. Estás temblando de miedo, pero aquí abajo estás invitándome a entrar.

Llevó el cañón frío del arma directamente a mi entrada. El contacto del metal helado contra los pliegues hinchados y calientes de mi vagina me arrancó un gemido agudo. Roman presionó ligeramente, frotando el acero contra mi clítoris, burlándose de mi sensibilidad, mezclando el miedo con un placer perverso.

—Mojada... —observó, viendo cómo el cañón brillaba con mis fluidos—. No imaginé que el peligro pudiera tenerte así de mojada, devochka.

Roman apartó el arma, dejándola en el suelo, al alcance de su mano, y bajó la cabeza. No hubo preámbulos. Hundió su lengua directamente en mi vagina, lamiendo con una fuerza posesiva, saboreando mi excitación con avidez.

Su lengua áspera se deslizó entre mis pliegues, abriéndome, preparándome, mientras sus manos grandes apretaban mis muslos para mantenerme abierta.

Arqueé la espalda, perdida en la sensación de su boca experta devorándome. Pero él no quería solo probar, quería marcar y poseer.

Se incorporó bruscamente, de rodillas, quedando entre mis piernas abiertas, una torre inmensa de oscuridad y poder. Escuché el sonido de su cinturón y la cremallera. Cuando se liberó, mis ojos se abrieron de par en par.

La saliva se volvió agua en mi boca y mis muslos se apretaron al ver su miembro grueso y erecto apuntando hacia mí. Era enorme y el líquido preseminal brillaba en la punta, prometiendo una invasión total.

—Vas a aceptar cada centímetro —gruñó Roman, tomándome de las caderas.

No tuvo piedad. Posicionó la punta de su miembro en mi entrada resbaladiza y empujó hacia adelante. Sentí cómo mi sexo se estiraba al límite para acomodar su grosor, abriéndose casi dolorosa y placenteramente mientras él se hundía en mí.

—¡Ah! ¡Es demasiado! —lloré, pero no intenté detenerlo.

—Cállate y acéptalo —ordenó, empujando hasta que sus caderas chocaron contra las mías con un golpe seco.

Estaba completamente llena. Mi estrecho canal apenas podía adaptarse al grosor de su miembro, estirándome hasta hacerme sentir que me partiría en dos. Clavé mis uñas en sus hombros fuertes.

La sensación de plenitud era abrumadora, una presión exquisita que borraba cualquier pensamiento racional.

Roman comenzó a moverse. No fué suave, sino duro y brutal. Y mi cuerpo lo recibía como si estuviera hecho para eso. Podía sentir mi excitación causando un desastre en el punto donde nuestros sexos colisionaban una y otra vez.

El sonido de nuestros cuerpos chocando, piel contra piel, y el ruido húmedo de la fricción llenaban la habitación sellada.

—Te sientes jodidamente bien... —siseó él, los ojos clavados en los míos, oscuros por la lujuria—. Pareces hecha para mí.

La mezcla de la adrenalina de la pelea anterior y la brutalidad de su sexo me empujó al abismo. Sentir su peso, su dominio y su miembro grueso entrando y saliendo de mí, frotando mis puntos más sensibles con una fricción despiadada, fué demasiado.

—¡Oh, Dios! —grité, aferrándome a sus brazos tensos.

Me corrí. Mis paredes internas se apretaron alrededor de su grosor. Las últimas embestidas de Roman fueron brutales mientras perseguía su liberación antes de enterrarse en mí hasta el fondo.

Sentí la sacudida de su cuerpo y luego, la explosión caliente de su semen. Noté claramente cómo se vaciaba dentro de mí, chorro tras chorro de líquido espeso inundando mi interior, llenándome con su marca, saturándome por completo.

Se quedó allí, respirando pesadamente sobre mi cuello, manteniéndome clavada contra el suelo mientras las últimas pulsaciones de su orgasmo se desvanecían.

Lentamente, se retiró. La sensación de vacío fue inmediata, seguida por la humedad caliente de su semen y mis propios fluidos escurriendo fuera de mí, manchando mis muslos internos y la costosa alfombra.

Mi cuerpo quedó agotado, flotando en esa neblina donde la realidad parecía lejana. Apenas tenía fuerzas para mover un dedo.

Sentí a Roman levantarse y escuché el sonido de su cremallera y su cinturón volviendo a su lugar con esa frialdad habitual. Luego, hubo silencio. Me miró desde arriba, evaluando el desastre que había hecho conmigo.

Sin decir una palabra, se inclinó. Sus brazos fuertes me rodearon y me levantó del suelo con una facilidad pasmosa, sosteniéndome contra su pecho como si no pesara nada.

Instintivamente, busqué su calor. Dejé caer mi cabeza en el hueco de su cuello, demasiado agotada para recordar que debía odiarlo, y respiré su aroma a tabaco y a sexo.

Caminó unos pasos con paso firme hasta que sentí una superficie blanda bajo mi espalda. Me depositó con cuidado sobre el colchón de la inmensa cama. Me removí un poco, sintiendo la incomodidad de mi ropa arrugada y húmeda.

Roman lo notó. Con un toque casi clínico pero extrañamente delicado, bajó mi falda para cubrir mis piernas y ajustó mi blusa. Luego, tiró de las sábanas pesadas y me cubrió.

Sentí el colchón hundirse cuando se inclinó sobre mí una última vez. Su mano grande apartó un mechón de pelo de mi frente y sus labios rozaron mi oreja, enviándome un último escalofrío.

—Descansa, devochka —susurró, su voz grave vibrando en la oscuridad—. La deuda de tu padre está saldada. Él es libre.

Hizo una pausa, y sentí la caricia de su pulgar en mi mejilla, marcándome.

—Pero tú te quedas. Ahora me perteneces a mí.

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