Había mucha tensión en el ambiente. Greta intentaba mantenerse firme, pero sus piernas comenzaron a temblar; no podía creer lo que sus ojos estaban viendo.
—¿Qué haces aquí, Pablo? —preguntó incrédula.
—¿No me vas a saludar, mi amor? —le dijo con sarcasmo—. ¿Esa es la forma de saludar al padre de tu hijo?
Greta abrió los ojos con asombro, se puso pálida y sintió un escalofrío recorrer su piel. Miró a su alrededor, asegurándose de que alguien de la servidumbre no hubiera escuchado.
—¿Pero acaso te has vuelto loco? ¿Cómo te atreves a aparecerte aquí en mi casa? Y no te permito que menciones a mi hijo.
—Cálmate, Greta. Mira que ya no estás en edad de tener corajes. ¿Y no me invitas a pasar? Vine porque me enteré de la muerte de Armando y quise tener la gentileza de darte el pésame a ti y a mi hijo, Luis Fernando —repitió, haciendo enfurecer a Greta. Sus manos temblaban; estaba realmente abismada con la visita de Pablo.
—Vete, por favor, te lo pido. Vete de aquí, mira que Luis Fernando pu