Grecia se quedó sorprendida al ver a Monserrat en la puerta. Lo último que esperaba era esa visita, y la expresión en el rostro de la joven era un claro reflejo de su incomodidad. Monserrat se sentía presionada por su padre, quien le había ordenado que se disculpara con Grecia. Sin embargo, no le quedó otra alternativa que acceder a lo que le había ordenado. Conocía muy bien a su padre y sabía que, de negarse a hacerlo, las consecuencias serían severas, como por ejemplo: castigarla quitándole el auto por un buen tiempo, como lo había hecho en otras ocasiones.
—¿Monserrat? —preguntó Grecia, con una mezcla de asombro y confusión—. ¿Pero qué haces aquí y cómo supiste mi dirección?
Monserrat, encogida de hombros y con una expresión de arrepentimiento en su mirada, se sintió muy avergonzada por haber tratado a Grecia de forma tan grosera en su anterior encuentro.
—Grecia, ¿podemos hablar? —dijo, con su voz entrecortada. Tenía miedo de que Grecia la tratara de la misma forma grosera. Y si l