Mundo ficciónIniciar sesiónEl comentario cayó como una piedra en el agua.
Tomas frunció el ceño, inseguro. Él había planeado darle lo mejor: educación de élite, recursos, tutores si era necesario. La Clase Uno representaba prestigio, disciplina, éxito. En cambio, la Clase Diez era famosa por lo contrario: vagos, alborotadores, hijos de familias ricas sin control alguno.
En ese momento, Ana apareció bajando las escaleras con su uniforme perfectamente planchado, el cabello recogido en una coleta impecable. Sus labios esbozaban la sonrisa de siempre, pero sus ojos tenían un brillo afilado.
—Bella, ven conmigo. Nuestra clase es la mejor, llena de estudiantes ejemplares. Recién has regresado, y ese ambiente sería mucho más adecuado para ti.
Tomas asintió, convencido. Pero antes de decidir, miró a Isabella en busca de su opinión final.
Ella alzó el rostro, sus pestañas parpadearon suavemente y con voz tranquila explicó:
—Papá, creo que es mejor empezar desde lo peor. De lo contrario, temo no poder seguir el ritmo.
El razonamiento sonó tan lógico, tan prudente, que Tomas no tuvo más argumentos. Suspiró, resignado, y asintió.
—Está bien, Bella. Si eso es lo que quieres, lo respetaré.
Ana apretó los puños discretamente bajo la mesa. Esa respuesta no la había esperado.
…
El chófer de la familia ya estaba listo para llevarlas, pero Tomas, preocupado por el primer día de Isabella, decidió llevarlas él mismo. El viaje hasta la universidad de Sunsville transcurrió entre la charla incesante de Ana y las respuestas mínimas de Isabella.
—En la Clase Uno tenemos a los mejores profesores —decía Ana, con voz cantarina—. Y nuestros compañeros son hijos de familias importantes. Seguramente te encantará, Bella.
—Sí —respondía Isabella, con una sonrisa cortés que no llegaba a sus ojos.
—También tenemos un club de debate, uno de música y otro de equitación. ¡Deberías unirte a alguno!
—Qué interesante.
Ana seguía hablando, orgullosa de su “mundo perfecto”, mientras Isabella observaba la ciudad a través de la ventanilla. No necesitaba esa presentación: ya había memorizado todos los pasillos de Sunsville High, sus horarios, la lista de estudiantes destacados e incluso los nombres de quienes solían causar problemas. La información era poder, y ella siempre jugaba con ventaja.
…
Al llegar, el coche se detuvo frente a la majestuosa entrada del instituto. El edificio imponía respeto: columnas de piedra, grandes ventanales y un patio amplio lleno de estudiantes uniformados.
Tomas acompañó personalmente a Isabella a la oficina administrativa. La presentó al director y luego a la profesora a cargo de la Clase Diez.
Quincy Yvette era una mujer rígida, de semblante severo y gafas rectangulares que le daban un aire intimidante. La miró de arriba abajo con detenimiento antes de asentir.
—La acepto como mi estudiante —dijo con voz seca—. Aunque venga del campo, no será excusa para no cumplir con las normas.
En ese momento, Carl Herman, director de la Clase Uno, apareció por el pasillo. Era un hombre de mediana edad, trajeado y con sonrisa sardónica. Al verlos, soltó una carcajada suave.
—Señora Yvette, qué bondad la suya aceptar a cualquier estudiante al azar.
Sus ojos se clavaron en Isabella con una mezcla de desdén y burla. Había escuchado los rumores: la hija perdida de los Star, devuelta al hogar tras veinte años. Muchos habían esperado verla en la Clase Uno, protegida y apadrinada.
Pero verla asignada a la Clase Diez, la peor de todas, le resultaba cómico.
—Supongo que algunos nombres pesan menos de lo que parecen… —murmuró con sarcasmo.
El comentario no pasó desapercibido. Tomas apretó la mandíbula, incómodo. Quincy Yvette, en cambio, sostuvo la mirada sin inmutarse.
Isabella, con su típica calma, lo observó apenas un segundo antes de desviar la vista. No reaccionó, no mostró enojo. Solo dejó que una sonrisa imperceptible curvara sus labios.
Clase Diez… mejor escenario imposible.
Nadie lo sabía, pero Isabella Donovan siempre jugaba mejor entre los lobos que entre los corderos.
Carl Herman todavía mascullaba entre dientes mientras se alejaba. Su rostro estaba enrojecido, herido en su orgullo porque Quincy Yvette lo había ignorado sin inmutarse.
—Veamos si no te arrepientes más adelante… —gruñó para sí mismo antes de desaparecer en el pasillo.
Quincy, en cambio, permaneció imperturbable. Ajustó sus gafas rectangulares y observó con calma a Isabella, que permanecía de pie, serena, como si todo aquello no tuviera nada que ver con ella.
El director del instituto intervino con un gesto diplomático, aliviando la tensión.
—Señora Yvette, lleve a la señorita Star al aula. Y que le preparen de inmediato sus libros de texto.
—Sí, señor —respondió Quincy con voz firme.
La noticia se propagó como pólvora: la Clase Diez tendría una nueva estudiante.
En cuestión de minutos, varios alumnos curiosos se asomaron por el pasillo. Susurros, murmullos y pasos apresurados llenaron el aire. Y entonces la vieron.
Una muchacha de piel clara, facciones delicadas y figura esbelta, parada con una gracia natural. Su cabello oscuro caía suavemente sobre los hombros, y cuando esbozó una sonrisa educada a los que la miraban, varios corazones latieron con fuerza.
—¡Es como un hada! —murmuró una estudiante con los ojos muy abiertos.
—¡Más guapa que la belleza del campus! —añadió otra, fascinada.
El impacto fue inmediato. Isabella parecía no pertenecer a aquel lugar; irradiaba una elegancia etérea que contrastaba con la vulgar curiosidad de quienes la rodeaban.
La noticia llegó rápido a la Clase Uno. Una chica chismosa, sin poder contener la emoción, entró corriendo y gritó:
—¡La recién llegada es tan hermosa! ¡Me enamoré de ella en cuanto la vi!
En la parte trasera del salón, James Yale —nieto de la familia Yale y conocido por su arrogancia desordenada— bufó con desdén. Tomó un libro de su pupitre y se lo arrojó a la entusiasta.
—¡Dices lo mismo de todas! —se burló, provocando risas en los demás.
Pero la curiosidad le pudo. Sacó su teléfono y mostró una foto tomada a escondidas en el pasillo. Aunque borrosa, la imagen revelaba un rostro claro y atractivo: piel nívea, labios rosados, dientes perlados y unos ojos inocentes que parecían brillar.
El murmullo creció en el aula.
—¡Es preciosa!
—¡Como una muñeca!
James se encogió de hombros y pasó el teléfono a su compañero, George Soloman, el joven más apuesto del campus. George miró la foto en silencio. Por un instante, una chispa de impresión se encendió en sus ojos. Sin embargo, la apagó rápido, fingiendo indiferencia.
—Está bien —comentó con un tono frío, como si evaluara un objeto sin valor.
Los demás lo miraron con asombro. Para cualquiera, Isabella era un diamante; pero para George, nada parecía ser suficiente.
James rió y, con malicia, acercó la pantalla a Ana Star, que estaba sentada un par de filas adelante.
—Oye, Ana, mira esta hada.
Ana, como si hubiera estado esperando el momento, sonrió con dulzura.
—Ella es mi hermana, Bella. Acaba de regresar del campo. Por favor, tengan cuidado de no asustarla.
La revelación cayó como una bomba.
—¿Qué? ¿La niña de cuento de hadas es tu hermana?
—¿Del campo?
—¿La hermana de la belleza del campus? ¡Increíble!
El salón estalló en murmullos. Los estudiantes rodearon a Ana, pidiéndole más detalles. Ella fingió humildad, alzando las manos.
—No sé mucho de ella. Mis padres dijeron que éramos gemelas y la trajeron de vuelta hace poco.
—¡Pobre chica! —comentó alguien con lástima—. Ojalá pudiera ser de nuestra clase…
Ana, con la sonrisa aún dibujada, bajó la voz y añadió con tono casi juguetón:
—En realidad, Bella no quiso unirse a la Clase Uno. Dijo que no podría ponerse al día y que no conocía las reglas. Así que pidió ir a la Clase Diez.
El comentario encendió otra ola de reacciones.
—¡Claro! Creció en el campo, ¿cómo iba a estar al nivel de los mejores?
—La Clase Diez es perfecta para ella.
—Su imagen es solo fachada. Se notará su ignorancia en cuanto abra la boca.
Las miradas que antes habían estado llenas de fascinación se llenaron de desdén. El hada perfecta se convirtió, en cuestión de segundos, en un diamante con grietas, bello a la vista pero frágil y barato.
El entusiasmo inicial se apagó, reemplazado por el prejuicio.
—Ya se pondrá en ridículo tarde o temprano —dijo alguien con una carcajada.
Y, como un castillo de arena derrumbado por una ola, el interés en Isabella desapareció.
Solo Ana, con su sonrisa impecable, se permitió un destello de triunfo en los ojos.







