Capítulo 3

No mucho después de que Isabella desapareciera en la oscuridad, un grupo de vehículos llegó al lugar. Los hombres que descendieron se encontraron con el cuerpo ensangrentado sobre el asfalto.

El pánico se reflejó en sus rostros.

—¡Dios mío, es él! —gritó uno, corriendo hacia el herido.

—¡Rápido, llévenlo al coche! ¡Ahora! —ordenó otro, con la voz temblorosa.

La tensión era palpable. Quien yacía en el suelo no era un cualquiera. Su identidad, aún desconocida para Isabella, provocaba un terror reverente en quienes lo rodeaban.

—¡Sr. Montgomery! —gritaron varias voces a la vez.

Los hombres robustos cargaron a Alexander Montgomery hacia un coche blindado que los esperaba. En cuestión de segundos, un equipo médico emergió del vehículo. No eran simples doctores: sus movimientos eran tan precisos, calculados y veloces que cualquiera habría reconocido el sello del entrenamiento militar.

Uno de ellos comenzó a desinfectar las heridas en su rostro, otro presionó gasas sobre el costado de su abdomen para detener la hemorragia. Todo en silencio, como si hubieran ensayado la escena cientos de veces.

Alexander, sin embargo, recuperó un instante de conciencia. Sus ojos se abrieron apenas, y lo primero que percibió no fue el dolor… sino un aroma. Suave, casi imperceptible, que pronto se desvaneció entre la sangre y el humo.

¿Quién era…? alcanzó a preguntarse en su mente.

La pregunta se perdió cuando volvió a desmayarse.

Mientras tanto, Isabella regresaba a la villa Star. La casa dormía, serena, como si nada hubiera ocurrido. Su entrada fue tan silenciosa que nadie sospechó que había salido en plena madrugada.

Con movimientos calculados, guardó su antifaz y la ropa oscura en el compartimento secreto de su maleta. Luego sacó el conejito de peluche y, bajo la luz de su lámpara, lo abrió. Tal como esperaba, dentro había un papel cuidadosamente doblado.

Lo desplegó y leyó:

“El 1 de junio de 2005, el segundo hijo de la familia Yale fue salvado por Liam y su esposa de una inundación en Cloudsville. La pareja fue arrastrada por el agua después. Casi los matan y terminaron sufriendo lesiones en las piernas. La familia Yale trató de ocultarlo.”

La mirada de Isabella se endureció. El aire en la habitación se volvió pesado, como antes de una tormenta.

—Mis padres lo salvaron, y aún así los Yales los hicieron sufrir. Perdieron sus trabajos por ello… —murmuró entre dientes.

El recuerdo era un cuchillo oxidado clavado en lo más profundo. Isabella había venido a Sunsville por dos razones: reunirse con su familia biológica… y descubrir la verdad de aquel incidente. Ahora la tenía frente a ella. El Desconocido no le había fallado.

Sus labios se curvaron en una sonrisa glacial.

—Veinte años de silencio. Es hora de que los Yale aprendan lo que significa perder.

Abrió su portátil. El brillo de la pantalla iluminó su rostro. Sus dedos volaron sobre el teclado con ritmo ágil y seguro. Un clic final, y apareció un perfil en pantalla:

Jimmy Yale, 20 años. Tercer año, Universidad Sunsville, Clase Diez.

—Qué interesante… —musitó, tocando el teclado con un dedo mientras su sonrisa burlona crecía.

La noche terminó entre planes y promesas de venganza.

….

El amanecer llegó con suavidad, bañando la villa Star en tonos dorados. Ana golpeó suavemente la puerta de Isabella para despertarla. Fingiendo ser la hermana perfecta, entró con una sonrisa radiante.

—¡Bella, levántate! Mamá preparó el desayuno.

Isabella cerró la computadora de inmediato, borrando de un solo movimiento toda evidencia de lo que había hecho. Se levantó sin prisa, se duchó y bajó las escaleras.

En el comedor, Adriana estaba esperándola con los brazos abiertos.

—Bella, ven a sentarte conmigo.

Pero Ana, siempre rápida en adelantarse, tomó la mano de Isabella y la jaló hacia el otro lado de la mesa.

—¡Bella prefiere sentarse conmigo! —anunció en tono cantado, como si quisiera lucirse frente a todos.

Adriana dudó un segundo, su sonrisa tambaleó, pero no quiso incomodar a su “hija”. La dejó ir. En silencio, comenzó a untar mermelada sobre una rebanada de pan y se la pasó a Isabella.

—No sabíamos lo que te gusta. Este es nuestro desayuno habitual.

Isabella tomó el pan con educación, inclinando apenas la cabeza.

—Está bien. No soy quisquillosa.

Ana aprovechó para intervenir:

—Deberías acostumbrarte a nuestra dieta. Seguro que no has comido bien todos estos años. Ahora que estás en nuestra casa, te cuidaremos como mereces.

Tomas, que estaba sentado en la cabecera, alzó la mirada de inmediato. Sus cejas se fruncieron con molestia.

—Bella —dijo con firmeza—, esta es tu casa. Aquí puedes tener lo que quieras.

El comentario cortó el aire como una navaja. ¿Tu casa? repitió Tomas en su mente. Lo que había dicho Ana sonaba frío, desconsiderado, como si Isabella fuera una invitada y no su hermana.

Ana bajó la cabeza con rapidez, ocultando la chispa de envidia en sus ojos. Cuando volvió a mirar, ya tenía de nuevo su sonrisa radiante.

—Lo siento, papá. Me equivoqué. Quise decir su casa. No te preocupes, Bella, te acostumbrarás.

Adriana suspiró y la regañó con dulzura:

—¡Escúchate, Ana! No vuelvas a decir eso nunca más.

Ana inclinó la cabeza como una niña obediente, pero en su interior la rabia ardía.

Mientras Isabella mordía el pan en silencio, evaluaba cada gesto de su nueva “hermana”. El disfraz de dulzura era tan obvio como patético. Y en su interior, ya lo sabía: Ana Star nunca sería su aliada.

Pero a Isabella eso no le preocupaba. Había aprendido a sobrevivir entre depredadores mucho peores que una hermana celosa.

Lo que sí la mantenía alerta era otra cosa: el rostro ensangrentado del hombre que había encontrado anoche. Ese aroma en su memoria, ese magnetismo extraño que le resultaba vagamente familiar.

Ana continuó asintiendo con la cabeza, bajando los ojos como si aceptara dócilmente el regaño de su madre. Su tono había sido demasiado evidente, y aunque lo había corregido, Tomas Star seguía mirándola con cierta molestia. Pero al notar que no había intención ofensiva, finalmente dejó pasar el asunto.

El ambiente en la mesa de desayuno parecía calmarse, aunque un silencio persistente flotaba alrededor de Isabella. Tomas lo notó y se inclinó un poco hacia ella.

—Bella, ya guardé mi número en tu teléfono móvil —dijo con suavidad, intentando acercarse—. Llámame cuando quieras, ¿de acuerdo?

Isabella levantó la mirada, sorprendida por el gesto. Y, por primera vez, dejó que una sonrisa sincera curvara sus labios.

—Está bien… gracias, papá.

La calidez de esa palabra —papá— resonó en la mente de Tomas como un bálsamo. El corazón le tembló de emoción, y Adriana, que lo observaba todo, sintió que las lágrimas amenazaban con brotar.

Mi verdadero padre no es tan malo, después de todo, pensó Isabella en silencio, aunque su rostro volvió a la calma casi enseguida.

….

Después del desayuno, ambas hermanas subieron a prepararse para la escuela. La villa se llenó de sonidos: pasos en las escaleras, puertas abriéndose, la prisa de un hogar acomodado pero vivo.

Tomas esperó en la sala, sosteniendo una caja en sus manos. Cuando Isabella bajó, se la entregó.

—Este es tu uniforme, Bella. Ana ya estudia en la Universidad Sunsville. Ella está en la Clase Uno, la mejor de todas. Yo quisiera que también fueras allí. ¿Qué opinas?

Isabella acarició el uniforme con la yema de los dedos. Su expresión parecía inocente, casi ingenua, pero su voz salió suave y firme a la vez:

—Gracias, papá. Pero no quiero ir a la Clase Uno. Por favor, ponme en la peor.

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