Capítulo 2

Nadie sabía con certeza quién gobernaba ese lugar. No había un rostro, ni un nombre al que aferrarse. Solo existían rumores, fragmentos de historias contadas en voz baja. Lo único indiscutible eran las reglas: se obedecían sin cuestionar. Y quien no lo hacía, simplemente desaparecía.

Isabella avanzó por el callejón que daba acceso a la entrada secreta del bajo mundo. La oscuridad se mezclaba con luces rojas intermitentes y la música lejana de algún club clandestino. Dos guardias, vestidos de negro de pies a cabeza, la detuvieron antes de cruzar el umbral.

—Alto —ordenó uno, extendiendo una mano que bloqueó su paso.

Ella no discutió. De su chaqueta sacó una tarjeta negra, sus esquinas chapadas en oro brillaron bajo la escasa luz. Los guardias la miraron, y en un segundo su semblante cambió: de rigidez a respeto absoluto. Retrocedieron un paso y bajaron la cabeza.

—Por aquí, señorita —dijo el segundo, haciendo una seña.

Uno de los asistentes apareció de inmediato, dispuesto a escoltarla. Mientras Isabella entraba con paso seguro, los guardias intercambiaron miradas de asombro.

—¿Viste eso? —susurró uno.

—Una tarjeta emitida por el dueño… —el otro parecía incrédulo—. Solo existen cien en todo el mundo. Y todas fueron entregadas por el jefe en persona.

Los dos permanecieron en silencio, conscientes de que habían estado frente a alguien mucho más importante de lo que parecía.

Isabella descendió hasta el tercer piso subterráneo. El pasillo era un hervidero de actividad, un mercado clandestino disfrazado de feria nocturna. Vendedores de aspecto peculiar ofrecían desde armas de última generación hasta documentos imposibles de falsificar. Otros susurraban sobre drogas experimentales, códigos de acceso a redes ocultas, información de gobiernos.

Ella caminaba entre los puestos como si nada pudiera sorprenderla. Conocía a la mayoría de esos rostros. Sabía que bajo la fachada de mercaderes se ocultaban piezas fundamentales de un tablero mucho más grande: hackers, contrabandistas, informantes.

Pero Isabella no se dirigía a la sala de subastas, donde millonarios y mafiosos pujaban por arte robado y armas biológicas. Su destino era un rincón discreto, casi invisible. Allí, un anciano de aspecto humilde esperaba detrás de un pequeño puesto lleno de baratijas, como si vendiera simples juguetes de feria.

—¿Dónde están mis cosas? —preguntó Isabella, sin rodeos.

El anciano sonrió suavemente. Con un movimiento lento, sacó un conejito de peluche y se lo entregó.

—Este conejito es muy lindo, te gustará.

Ella lo tomó sin inmutarse. Presionó el vientre de felpa y, como esperaba, encontró dentro un trozo de papel doblado varias veces. Lo guardó en su bolsillo y alzó la vista.

—¿Cuánto es?

—Usted me salvó la vida, Doctora Dónovan. —El anciano la miró con gratitud sincera—. Es solo un conejito. Por favor, tómelo.

Isabella inclinó la cabeza en un gesto leve.

—Gracias.

Antes de irse, sacó de su chaqueta una pequeña botella de porcelana blanca. La colocó sobre la mesa.

—Es un producto de salud. Tómese uno por día.

El anciano la recibió con agradecimiento, sus manos temblaban al tocarla. Isabella no esperó respuesta: giró sobre sus talones y se marchó.

Apenas se perdió entre la multitud, la mujer que acompañaba al anciano alzó la botella con curiosidad. El diseño en la porcelana hizo que sus ojos se abrieran con incredulidad.

—¡Medicina de la Doctora Dónovan! —exclamó en un murmullo urgente—. Señor, véndamela. ¡Diga un precio, cualquiera!

—No —contestó el anciano, guardando con cuidado el frasco.

—¡Dos millones de dólares! —insistió la mujer, la voz cargada de desesperación—. ¡Cuatro millones! ¡Solo diga cuánto!

El anciano negó con la cabeza, sonriendo complacido.

—De ninguna manera.

La mujer apretó los dientes, furiosa y frustrada. Sabía que en el mercado negro la medicina de la Doctora Dónovan era más valiosa que el oro. No se podía conseguir con dinero, porque no estaba a la venta. Solo era entregada a quienes ella elegía.

—Perro afortunado… —murmuró la mujer mirando al anciano—. ¿Qué hiciste para merecer una botella entera?

Isabella, mientras tanto, conducía de regreso por otra ruta. Nunca repetía el camino: la seguridad era lo primero. Convencida de que no había nadie siguiéndola, encendió el motor de su auto deportivo. El rugido del vehículo rompió el silencio de la noche.

Sonrió apenas y aceleró. El cuerpo aerodinámico cortaba el aire como una espada. Amaba esa sensación: el vértigo, la velocidad, el peligro controlado. Las carreras eran su manera de romper el tedio, de recordar que estaba viva.

Un estruendo la obligó a frenar. El chirrido de los neumáticos rasgó el asfalto mientras el coche se detenía bruscamente. Frente a ella, otro vehículo bloqueaba el camino.

Isabella frunció el ceño, molesta. Sus labios se curvaron en una mueca fría. Golpeó suavemente el volante con los dedos, calculando.

Finalmente, abrió la puerta y salió. La brisa nocturna movió su cabello mientras sus ojos, fríos como acero, se posaban en aquel coche misterioso.

El chirrido del metal todavía resonaba en el aire. Isabella avanzó con calma hacia el auto deportivo de lujo que yacía destrozado frente a ella. La carrocería, antes elegante y reluciente, estaba hecha añicos; la parte trasera aún expulsaba humo denso que olía a gasolina y caucho quemado.

A pocos metros, las marcas de neumáticos contaban la historia: otro coche había embestido al deportivo, desviándolo a propósito para que chocara contra el suyo. Un juego sucio, una trampa diseñada con precisión.

Isabella dejó escapar una risa seca.

—Ingenioso… pero torpe —murmuró, con un dejo de burla en su voz.

Apretó los labios en una media sonrisa. Si alguna vez tenía la oportunidad, haría que el autor de esa farsa se arrepintiera de su osadía. Pero ahora había algo más importante que atender.

Se acercó al vehículo destrozado, iluminando con la linterna de su teléfono. A través de la ventana quebrada distinguió la silueta de un hombre recostado contra el asiento del conductor.

Su rostro estaba cubierto de sangre en un costado. El flequillo oscuro se le pegaba a la frente, dándole un aspecto miserable y desordenado. Sin embargo, incluso en aquel estado, su atractivo era innegable. Nariz recta, mandíbula firme y un aire magnético que se mantenía pese a la desgracia. Había algo peligrosamente seductor en su expresión, aun teñida de dolor.

El haz de luz lo hizo reaccionar. Lentamente, con un esfuerzo que parecía titánico, abrió los ojos apenas. Sus labios se movieron con dificultad. Isabella, acostumbrada a leer gestos mínimos, comprendió lo que intentaba decir.

Ayúdame.

Ella arqueó una ceja. No solía meterse en los problemas ajenos; su vida ya estaba lo suficientemente saturada de conspiraciones y enemigos. Sin embargo, había una debilidad que nunca había podido superar: la belleza. Y ese hombre, aun ensangrentado y medio inconsciente, era un espectáculo que no pasaba desapercibido.

—Por esta vez… —susurró con ironía, como si le concediera un capricho al destino.

Sujetó con firmeza la puerta del vehículo y, con un golpe calculado, logró abrirla. El chirrido metálico se perdió en el eco de la carretera vacía. Se inclinó y, con una fuerza que no concordaba con su figura, lo sacó del asiento. Lo depositó en el suelo, el cuerpo inerte como una marioneta rota.

Isabella volvió a su coche y tomó un pequeño frasco metálico de su maletín. Dentro había varias pastillas diseñadas para estabilizar a alguien al borde del colapso. Se agachó junto al hombre, levantó su barbilla con dedos firmes y le deslizó una de las píldoras entre los labios, ayudándole con un sorbo de agua.

—Esto te mantendrá con vida dos días —dijo en voz baja, casi como si dictara una sentencia—. Después, será problema de otro.

El hombre respiró con dificultad, pero la medicina empezó a hacer efecto de inmediato, estabilizando sus signos vitales. Isabella lo observó unos segundos más. Había algo en su rostro que le resultaba familiar, una sombra de reconocimiento que no podía ubicar. Estaba demasiado cubierto de sangre para identificarlo con claridad.

Decidió no insistir. En lugar de eso, sus manos —curiosas y descaradas— recorrieron el pecho del hombre, palmeando la musculatura firme bajo la camisa rasgada.

—Al menos tienes buen físico —comentó con un deje de diversión, como si evaluara una obra de arte.

Sonrió, complacida con el hallazgo, y se levantó con elegancia. No había remordimiento en su gesto: le había dado algo valioso, sus pastillas. Para ella, ya estaba saldada la deuda.

Regresó a su coche, encendió el motor y retomó el camino. Esta vez condujo con más cautela, reduciendo la velocidad. Si alguien más pretendía tenderle una trampa, prefería anticiparse.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP