El regreso de la heredera perdida
El regreso de la heredera perdida
Por: Hibari
Capítulo 1

La mansión Star se alzaba imponente al final de la avenida privada, rodeada de jardines perfectamente cuidados y de un silencio solemne que contrastaba con el bullicio de la ciudad a unos kilómetros de distancia. Isabella observó todo aquello desde la ventana del automóvil que la había traído hasta allí, con el mismo semblante frío e inexpresivo que había aprendido a sostener desde niña.

No estaba ahí porque lo deseara. Sus padres adoptivos —las únicas personas a quienes reconocía como familia— le habían insistido en que debía ir, que ese era su lugar verdadero. Isabella no lo veía así. Para ella, el apellido Star no significaba nada.

El vehículo se detuvo frente a la entrada principal. La puerta de la mansión se abrió de inmediato y un hombre y una mujer salieron apresurados, como si hubiesen esperado ese momento durante toda su vida. Tomas Star, elegante y con el cabello ya entrecano, no pudo contener las lágrimas al ver a la joven descender del coche. A su lado, Adriana, con un porte distinguido, llevaba una expresión que mezclaba emoción y alivio.

—Isabella… —susurró Adriana, llevándose las manos al rostro antes de correr hacia ella.

La mujer la abrazó con fuerza, como si quisiera recuperar en segundos los veinte años que habían perdido. Tomas se unió enseguida, rodeándolas a ambas.

—Hija… mi pequeña —dijo con la voz quebrada—. Al fin… al fin estás con nosotros.

Isabella permaneció rígida en sus brazos. No hubo lágrimas en sus ojos, ni un gesto de ternura en su rostro. Soportó el abrazo sin rechazarlo, pero tampoco correspondió. Cuando Adriana se apartó para mirarla a los ojos, esperando encontrar la calidez de una hija reencontrada, solo halló una expresión fría, contenida, casi vacía.

—Gracias… por recibirme —dijo Isabella con tono neutro, las palabras que había ensayado antes de salir de la casa de sus padres adoptivos.

Adriana sonrió con ternura, convencida de que era solo timidez. Tomas, por su parte, acarició la mejilla de la joven y asintió, tratando de no mostrar lo herido que estaba por esa falta de emoción.

Fue entonces cuando una figura apareció en el umbral de la mansión. Una chica de la misma edad que Isabella, de rostro dulce y sonrisa amplia, corrió hacia ellos.

—¡Isabella! ¡Por fin! —Ana abrió los brazos y la rodeó en un abrazo efusivo, incluso más apretado que el de sus padres.

Isabella apenas inclinó un poco la cabeza, incomodada. Aquella energía, aquel entusiasmo exagerado, le resultaba falso. Había aprendido a leer a las personas, a identificar los gestos que no coincidían con la verdadera intención. Y en los ojos de Ana, detrás de la alegría, brillaba una chispa distinta: temor, incomodidad… rivalidad.

—Hola… Ana —dijo Isabella con frialdad.

—No sabes cuánto soñé con este día —insistió la otra, fingiendo emoción—. Siempre supe que volverías.

Isabella sostuvo su mirada por un instante y, en silencio, pensó: demasiada emoción para alguien que teme perder lo que tiene.

El resto del día transcurrió en un recorrido interminable por la mansión Star. Los padres le mostraron cada rincón con orgullo: los salones amplios con arañas de cristal, la biblioteca con estantes infinitos, los jardines que parecían sacados de una postal. Isabella observaba todo con atención, pero no porque le maravillara. Analizaba cada detalle como si memorizara un mapa, calculando accesos, puntos ciegos, rutas de salida.

Finalmente, la llevaron a una habitación en el ala este. Las paredes eran de un blanco marfil impecable, con muebles delicados y una cama cubierta de sábanas de seda. Un espacio preparado con esmero, como si hubiesen estado esperándola todo ese tiempo.

—Esperamos que te guste, cariño —dijo Adriana, acariciándole el cabello—. Todo aquí es tuyo.

Isabella sonrió apenas, un gesto fugaz que no llegó a sus ojos.

Cuando sus padres salieron, Ana entró sin pedir permiso, con una sonrisa que parecía no desvanecerse.

—Isabella, ¿puedo dormir contigo esta noche? —preguntó con tono infantil, como si fueran niñas otra vez.

Isabella la miró de reojo mientras colocaba su maleta sobre la cama.

—Prefiero estar sola —respondió con frialdad.

La sonrisa de Ana titubeó, pero enseguida volvió a componerla.

—Claro, como quieras. Igual mañana podemos desayunar juntas. Buenas noches, hermana.

—Buenas noches —contestó Isabella sin mirarla.

Cuando la puerta se cerró y el silencio llenó la habitación, Isabella dejó escapar un suspiro. Se deshizo del vestido formal que llevaba, se colocó ropa oscura y cómoda, y sacó de su maleta un pequeño estuche metálico. Dentro había un antifaz negro, de diseño sobrio pero intimidante, que ocultaba buena parte de su rostro. Se lo colocó con movimientos mecánicos, como quien se viste con su verdadera piel.

A continuación, abrió la ventana. La brisa nocturna golpeó su rostro, y sin dudarlo se impulsó hacia afuera. El salto era alto, pero Isabella se movió con la agilidad de alguien acostumbrado a riesgos mayores. Cayó con suavidad felina sobre el césped, y se escabulló entre las sombras hasta llegar a la parte trasera de la mansión, donde la oscuridad la protegía.

Nadie la vio salir.

El camino hacia la ciudad fue rápido, casi instintivo. Isabella conocía las rutas menos vigiladas, los callejones que se volvían invisibles para cualquiera que no supiera dónde mirar. Y pronto llegó allí: al corazón oculto de la ciudad, un lugar del que pocos hablaban en voz alta.

El bajo mundo.

Un sitio donde la ley no existía, donde se movía el dinero sucio, las armas, los secretos. Donde mafiosos, traficantes y creadores de la deep web se reunían como si fuera un mercado clandestino. Las luces rojas y los murmullos formaban una sinfonía peligrosa.

Cualquier cosa podía ser encontrada ahí, siempre y cuando tuvieras el dinero para adquirirlo.

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