Cuando Martín irrumpió en la casa acompañado de la policía, sus ojos estaban llenos de una rabia contenida, casi inhumana. Su presencia parecía oscurecer el ambiente, y su voz resonó como un trueno.
—¡Este hombre secuestró a mi esposa y a mi hijo! —gritó, señalando con un dedo acusador a Rafael.
Aimé, temblando, pero decidida, se adelantó. Sus ojos, enrojecidos por las lágrimas, enfrentaron a Martín con valentía.
—¡Mientes! —su voz se quebró, pero logró imponerse—. Este hombre es mi esposo… pronto exesposo. Él intentó golpearme y amenazó con llevarse a nuestro hijo. Por favor, ¡no le crean! Me escapé porque no me dejaba salir, ¡porque me estaba matando!
Los policías se miraron entre sí, desconcertados, pero cuando volvieron sus ojos hacia Martín, su actitud agresiva los alertó.
—¡Es mentira! ¡Todo es una mentira! —rugió Martín, perdiendo el control. En un arrebato de furia, intentó lanzarse sobre Aimé.
Los agentes lo sujetaron con fuerza, sus gritos resonaban en toda la casa.
Aimé retr