Días después.
El viento soplaba frío y arrastraba hojas secas alrededor de la tumba de Martín.
La lápida era de un mármol pulido, demasiado solemne para un hombre que había partido de manera tan violenta y prematura.
Aimé permanecía de pie frente a ella, con los brazos cruzados sobre el pecho, como si quisiera protegerse del peso de los recuerdos.
Sus padres, silenciosos y respetuosos, se quedaron a una distancia prudente.
Ellos sabían que Aimé necesitaba este momento, un espacio para despedirse, no solo de Martín, sino de todo lo que él había representado en su vida: amor, traición, ruina y, finalmente, una dolorosa lección.
«Martín, si alguien nos hubiese dicho hace un año que acabaríamos así, nos habríamos reído», pensó mientras sus ojos se clavaban en el nombre tallado en piedra.
Dio un paso al frente y susurró, aunque el viento parecía llevarse sus palabras:
—Te amé… te creí el amor de mi vida, pero me equivoqué. No lo eras. Mi verdadero amor ya lo tengo, y es Rafael. —Sus ojos se