4-Estás vendiendo tu alma

Gabriel

Ha pasado casi seis meses desde que saqué a Catalina de la empresa y de mi vida. Una parte de mí aún no puede creer que haya sido capaz de traicionarme.

De hecho, si las cámaras no la hubiesen captado, probablemente no lo habría creído. Pero su engaño, su mentira, solo ha servido para recordarme que las mujeres solo muestran lo que quieren, mientras que por detrás clavan el puñal sin dudar.

Esa es una de las razones por las que no tengo relaciones formales. Ya lo viví hace mucho tiempo. Sin embargo, acostarme con mi asistente, aunque no estaba en mis planes, terminó siendo adictivo. Y creí que ella podía ser diferente.

Qué equivocado estaba.

La prueba principal de su culpabilidad radica en que ni siquiera ha hecho el amago de buscarme. Ni una llamada. Ni una excusa. Pensaba que la vería cruzar la puerta de la oficina al día siguiente, pero eso no pasó.

Ni al segundo día.

Ni al tercero.

Ni al cuarto...

La puerta de mi estudio se abre y veo a Iván entrar trayendo una carpeta en mano.

—¿Eso es lo que te pedí? —le digo, y veo cómo mi amigo hace una mueca antes de sentarse con la elegancia que lo caracteriza frente a mí.

—Oh, yo estoy muy bien, Gabriel. Gracias por preguntar. ¿Qué si pude encontrar lo que pediste? Claro, aquí lo tienes —dice lanzando la carpeta sobre la mesa, antes de mirarme con fastidio y agregar—: No te queda ser un imbécil conmigo.

Ignoro su tono indignado y me apresuro a abrir el sobre. Espero encontrar algo que me indique qué ha sido de Catalina, pues parece que se ha esfumado de la faz de la Tierra.

Y no es que tenga intención de retomar lo que teníamos. Pero ahora mismo ella es mi enemiga, la persona que quiso acabar con mi legado, con el de mi padre. Y que se metió en mi cama solo para usarme.

Y a mí me gusta tener a mis enemigos vigilados.

Sin embargo, ella resultó más escurridiza de lo que pensaba. Por eso he optado por llevar mis ojos a otro lado: su abuela.

Ella no se iría sin esa mujer.

Pero lo que hay en el sobre no es un informe de movimientos. Es un acta de defunción.

Siento cómo todos mis músculos se tensan, y por un segundo la respiración se me corta mientras llevo los ojos al nombre que aparece en el documento. Pero no. No es Catalina.

El acta pertenece a Virginia… su abuela.

—Mierda... —la palabra sale de mis labios antes de que pueda contenerla. Y aunque mi mente me dice que esto no es asunto mío, que esto es el karma actuando, una parte de mí se revuelve con incomodidad.

—Vaya… ¿eso que veo en tus ojos es tristeza?

Mis ojos se alzan y se clavan con rabia en Iván, que eleva ambas manos en señal de rendición, aunque su sonrisa burlona lo delata cuando dice:

—Lo siento, lo siento. Se me olvidaba que el importante y magnífico Gabriel San Román no se deja llevar por cosas tan vanas como la tristeza o el... desamor.

El gruñido que escapa de mi garganta debería ser suficiente para hacerlo callar, pero conozco a mi amigo. No lo hará. Por eso agrego:

—No tengo ningún desamor. Para eso debería haberla amado. Y sí, no voy a negarte que me gustaba tenerla en mi cama, pero ella se metió con lo que más me importa. Y por lo que a mí respecta, la muerte de su abuela ha sido su cruz… y su castigo.

Rompo el acta frente a los ojos interrogantes de Iván y la lanzo a la basura antes de decir:

—¿Algo más que hayas encontrado? ¿Sabes dónde está? No me gusta que esté en las sombras. Puede estar planeando joderme.

—Entonces demándala y mándala a prisión, como te están exigiendo tus padres.

Sí. Esa es otra cuestión. Mis padres quieren que la meta presa. Sin embargo, por alguna razón, no he aceptado.

Oh, bueno. Sí sé la razón: yo tengo formas mejores de destruirla.

Le quité el apartamento.

El auto.

El trabajo.

El seguro médico.

Mi intención era que viniera arrastrándose como la rata traidora que fue. Pero eso no ha pasado. Ha cortado mis planes.

—Tenía un plan mejor para arruinarla, pero su desaparición me lo está complicando.

Un mensaje se ilumina en mi celular. Es de mi madre. Me pregunta si ya voy en camino, y eso hace que arrugue el rostro de inmediato. La simple idea de la cena y lo que va a pasar en ella me revuelve el estómago.

—Bueno, aunque aprecio tu presencia, tengo que irme. Mis padres me esperan para cenar y cerrar lo que ellos han llamado “una alianza comercial”.

Iván alza ambas cejas y se pone de pie con lentitud. Puedo sentir sus ojos analizándome con detenimiento. Sé lo que va a decir incluso antes de que abra la boca.

—Tienes que estar jodiéndome, Gabriel. ¿En verdad vas a aceptar esa m****a?

Cabe aclarar que por “esa m****a” mi amigo se refiere a una unión comercial-sentimental con la familia Delcroix, una de las más influyentes del país. Y justo lo que necesitamos ahora para salir ilesos del escándalo mediático que se ha formado en torno a la información filtrada.

La empresa ha empezado a verse débil ante el ojo público y no podemos permitirnos perder nuestro estatus. Ni mucho menos nuestro lugar en el gremio.

Somos los mejores.
Yo soy el mejor. Y pienso seguir siéndolo.

—¿Por qué no lo haría? —le digo, y siento cómo la rabia me arde por dentro—. Voy a tener a una mujer hermosa a mi lado y un contrato de por medio que me garantiza que no puede joderme. Al mismo tiempo, me asegura que no tengo que amarla y mi empresa va a estar respaldada. Como yo lo veo, es el negocio perfecto.

Iván niega con la cabeza. Al verme salir, susurra:

—Estás vendiendo tu alma, amigo. Y estas cosas… tarde o temprano explotan en la cara.


Cuatro años después.

Nunca pensé que llegaría el día en que me tocaría pedir ayuda para salvar mi empresa, pero en los últimos años las ventas no han sido buenas.

Los productos que antes lideraban la lista de los más vendidos a nivel nacional e internacional han empezado a quedarse rezagados. Sé que, en gran parte, eso se debe a que mi padre no quiere cambiar.

Pero todo cambia. Todo evoluciona. Y si no lo hacemos, nos quedaremos atrás.

Por eso me puse en contacto con una agencia de marketing europea que ahora tiene presencia en Estados Unidos. Un conocido me la recomendó: Zenda Creativa. Y muy a pesar de las quejas y negativas de mis padres, ha llegado el día de cerrar el negocio.

Estoy en la sala de juntas con mis principales accionistas, esperando que el personal de la empresa extranjera llegue. Faltan cuatro minutos para la hora acordada y debo admitir que no soy precisamente alguien paciente.

—Ya es para que estuvieran aquí —dice mi madre, y puedo ver la molestia en sus gestos—. Es una falta de respeto el retraso.

—Aún quedan cuatro minutos —le digo, aunque a mí también me molesta que lleguen justo al límite. Lo normal es llegar unos minutos antes.

Mi madre deja escapar un resoplido y murmura por lo bajo lo que deben ser sus quejas. Estoy a punto de pedirle que se controle, cuando la puerta de la sala de juntas se abre y una mujer, respaldada por cuatro personas más, hace acto de presencia.

Mis ojos recorren la figura de la mujer que viste un vestido blanco elegante y ejecutivo. Mi mirada baja por sus piernas esbeltas, recorre su cuerpo con precisión. Y entonces, siento que el pulso se me acelera. Una sensación extraña, casi primitiva, me envuelve.

Es solo cuando nuestros ojos se encuentran que siento que el aire se me queda atascado en el pecho. Al inicio no entiendo por qué. Me toma unos segundos comprender quién es la mujer frente a mí.

Porque, aunque es ella, al mismo tiempo... no lo es.

Frente a mí se alza, elegante, hermosa e imponente, la mujer que quiso destruirme: Catalina Reyes.

—¿Cat…? —la pregunta se me traba en los labios, las palabras no salen en orden. Pero ella levanta el mentón, con ojos de acero, y dice con firmeza:

—Es Catalina Reyes para usted, señor San Román

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